LAS PROEZAS DE LA ESTIRPE DE LOS BULLRICH
Un
aporte histórico del Grupo Nadir
Un inocente aviso
publicitario editado por el diario La
Prensa (de Buenos Aires) el 26 de enero de 1876, literalmente reza:
"Se matan seis indios por minuto con los fusiles
Tabaliere, que se venden por un precio ínfimo en la casa Adolfo Bullrich y Cia,
Potosí Nº 78, donde encontrarán con quien tratar por mayor y por menor."
Se refiere, claro, a
fusiles de repetición, un arma entonces novedosa, como lo fue el llamado aquí
"Rémington Patria", que mostró su eficacia civilizatoria con las tribus y los
gauchos díscolos de las montoneras. En ese tiempo, la ideología positivista del
Progreso indefinido había sido ya adoptada por la clase dominante argentina,
pero a ello se oponían los indígenas del sur y del norte. A fines de 1877 muere
Alsina, y Roca propone "la solución final" a este "problema". Había a su juicio
que acabar con el "puñado de salvajes", destruir esos "nidos de bandoleros".
Fue aplaudido, y en enero de 1878, a modo de gambito de apertura de esta nueva
política, el general Levalle atacó Chiloé, matando a 200 mapuche. Se comprende
entonces que el visionario señor Bullrich importara miles de esos fusiles dos
años antes, pues matar indios, además de una vieja obsesión, pasó a ser un acto
deportivo y muy patriótico.
Bullrich, identidad a través del tiempo. En 1867, en una Argentina en crecimiento, una familia de "emprendedores" le da su apellido al proyecto que tomaría el liderazgo en el rubro remates inmobiliarios.
En tiempos más actuales,
una señora rebautizada como "Caperucita Bullrich", descendiente de aquel
egregio mercader y pletórica de buenas ideas, soñó con una Segunda Campaña del
Desierto, para quitarles definitivamente las ganas de turbar las legítimas
posesiones de los grandes magnates que invirtieron en el país de un modo tan
generoso y de las compañías que también nos "benefician". Para suerte de estos
justicieros y civilizadores, la Historia, que es ciega, se repite muy a menudo,
aunque no ya con la lentitud de antaño, gracias a los avances de la tecnología
en lo que respecta a la "limpieza" de los territorios aún poseídos por la
barbarie.
Patricia Bullrich Luro Pueyrredón. Desde la fundación de la República Argentina, las familias Bullrich, Luro y Pueyrredón sostuvieron los cimientos liberales de un país nacido al calor de disputas intestinas, genocidios, persecuciones e intrigas políticas. Esos tres apellidos son los que lleva en su documento de identidad la que fue ministra de Seguridad de Mauricio Macri. Actualmente desempeña esa misma función, al servicio de Javier Milei.
Inspirado en este
elocuente aviso, el escritor Adolfo
Colombres, en su novela titulada
Karaí, el héroe. Mitopopeya de un zafio que
fue en busca de la Tierra Sin Mal
, publicada en Buenos Aires en 1988
por Ediciones del Sol, en el Capítulo 12 del Libro Cuarto le asigna a su tocayo
Bullrich un merecido protagonismo, que honra asimismo a su ilustre estirpe, no
carente de ideas avanzadas cuando de limpiezas étnicas se trata, tanto rurales
como urbanas. Se puede leer dicho capítulo a continuación:
Del histórico discurso que
pronunció el héroe en el Club del Progreso El
infante Juan Manuel arribó un tiempo después, en copas y riéndose a las
carcajadas. Votaba a Satanás de que nunca se había divertido tanto, y exaltaba
el genio histriónico de nuestro héroe por el gran despiporre que armara con sus
inopinadas cabriolas. Y qué decir del desaire final del mamboleta a la
casquivana damisela, cuando tras asediarla con sus contundentes zapateos se
plantó de pronto ante el espejo, sorprendido de su propia estampa, para
desvanecerse luego como por ensalmo entre los cortinados sin despedirse de
nadie y dejando una estela de misterio. Para paliar las graves ofensas del
zafio a la dignidad del estamento debió añadir al guiso oréganos y perejiles, y
hasta comprometerse formalmente a poner las cosas en claro en la cena del Club
del Progreso programada para la siguiente noche.
Adolfo Colombres, contando lo que sucedió en el encuentro del infante Juan Manuel y Karaí en el Club del Progreso con "el gran señor" Bullrich.
A quien más molestó la
jugarreta fue al señor Bullrich, pues su infalible olfato había olido ya al
bárbaro que se escondía bajo la máscara blanca. Aunque no se trataba esta vez
de una fiesta de disfraces, se le permitiría cubrirse como en la víspera hasta
que le llegara el momento de revelar su identidad. El versolari ya tenía
bastante con lo sucedido, y en realidad no deseaba codearse de nuevo con esa
gente ni manducar sus ambrosías, pero tuvo que aceptar por las presiones del
infante, quien le recordó su condición de paje y la norma que manda acabar lo
empezado. Karaí se dijo entonces con fastidio que hablaría allí con la misma
soltura con que había bailado, aunque se derrumbase el cielo sobre él. Ya
verían esos señores principales y los héroes de pelear a tontas y a locas lo
que era un héroe de la palabra, iluminado por el Padre Original. Para adobar su
espíritu se pasó la tarde tocando el violín, y así fue que concibió la idea de
abrir su discurso con un buen adagio de ese viejo instrumento maltrecho por los
golpes, arañado por las espinas y deslavado por las lluvias. Cuando llegó la
hora de prepararse se quitó el opaco uniforme del diario franeleo (a pesar de
su tan cacareado talento y del Carnaval había tenido que cinchar esa mañana en
ruines menesteres) y se calzó el chaquet. Al colocarse la máscara que ocultaba
su grosera faz elevó sus pensamientos hacia la flor de mburucuyá, pidiéndole
que nutriese como nunca su verbo, y le señalara luego el verdadero camino hacia
la Tierra Sin Mal, pues sentía ya acercarse a su término tal temporada en las
vanidades de la civilización. Se cerraba la oscuridad cuando partieron en el
dockar, conducido por el mismo ablandabrevas de librea que le negara sus
servicios al salir del teatro. Karaí no iba esta vez a divertirse, como se
anticipó, sino a terminar lo inconcluso y recoger esas tristezas que aguardan a
todo sembrador de alegrías. Don Juan Manuel le dijo que la esmirriada damisela
seguía intrigada con él, aunque sin creer ya que fuese un príncipe oriental, y
que asistiría a la cena para no perderse la culminación de la bufonada. Después
de la comida habría baile, y si lograba resistir hasta entonces los embates del
señor Bullrich lo autorizaba, con el pretexto de una polka, a arrimar su chata
a la alacena de la pálida chofeta. Mas al percatarse, por el mohín despectivo de
nuestro héroe, que no le interesaba más el negocio, le confesó que en verdad
aquel asunto empezaba a aburrirlo, y que lo hacía sólo para vengarse de esos
almidonados personajes antes de cruzar el mar para siempre, como era su
propósito, pues se había hartado del país y sus males sin remedio. Como él ya
tenía poco que perder, le permitía decir lo que más le placiera, aunque con la
advertencia de que su padre estaría ahora presente y no dejaría de castigar sus
desafueros, cualquier cosa que diese armas a sus enemigos. Y esto fue todo lo
que hablaron. Entraron callados al Club del Progreso, que estaba en un extremo
de la calle principal, no lejos de donde viera aparecer al Caudillo en el
miserable carro. El viejo guerrero humillado se trepó de nuevo a su memoria,
como dispuesto a jinetearla en la lid, a pronunciar por medio de su lengua
(puesto que había perdido la suya) la ristra de contundentes palabras que se
habían ido juntando en su desdichada conciencia. Por eso, y pese a tan
artificial indumentaria, Karaí concurrió como Karaí, con su sigiloso paso
selvático y miedos ancestrales, cargando sus muertos y el bulto del desprecio,
sin intención de hacer reír ni de andar acechando anquilosadas honras o
agachando la testa. Caballo Cuimbaé galopaba libre por el prado de sus
visiones, y Numiá mostraba sus tetitas, sin sedas que estorbaran su esplendor.
Tanta cuñataí brincaba al fin en los paisajes montaraces de su mente,
llamándolo con gracia, que eso parecía el paraíso. Pero dejó de engañarse: no
estaba en el monte sino entre mármoles, espejos, arañas y cornucopias, rodeado
de celosos pajes y oyendo una de esas orquestas que nomás sabían tocar monerías
sin sentido, despreciando los sonidos de la vida. Entonces pisó fuerte para
ahuyentar a la rata del temor. A nadie prodigó respetos, por más que entrase
con bastón de mango de oro, funyi de copa o mascando aromáticos habanos que
hubieran eclipsado a las humaredas vivificantes de los paí de su tierra. Paseó
arrogante la capa por el salón, sin pispar ya a las increíbles papirusas y
ahuyentando con gruñidos a los que se acercaban a olisquear su pedigree. Don
Juan Manuel le cubría las espaldas, dispuesto a atajar insolencias y
traiciones. En eso andaban cuando vino a posarse su damisela. Sonrojose cual
serafín de Fra Angélico, cacareó livianamente ante el huevo presentido, trajinó
con acuosos ojos el esmalte de la máscara, sin aguantar ya las ganas de develar
el enigma del picacaluchas. Como Karaí se negó a dilapidar su verbo en necios
anticipos, la potranca de polisón miró al infante, procurando saber si su
jugada era para atraerla o desligarse de ella. Seguía la afluencia de
comensales, los que saludaban con pavoneos, gastaban remilgos y melindres,
soltaban badajazos y desparramaban infundios, aventurando hipótesis sobre la
laya del forastero.
Cuando entró el señor Bullrich con su séquito se hizo un gran silencio...
Pero cuando entró el señor
Bullrich con su séquito se hizo un gran silencio, y la orquesta acometió
entonces para recibirlo un trillado y ondulante vals, que hizo pensar a Karaí
en abominables navegaciones. Pero rápido barrió tales despropósitos de su magín, pues no estaba ahí para explorar las volubles entrañas de las cuña y dar
estocada por cornada como un malevo. Con algún retardo sobre la hora prevista
los invitados pasaron al comedor, donde había una larga mesa en herradura con
adornos florales y candelabros con cirios de colores, que ya los lacayos
encendían para que brillaran mejor los cubiertos de plata sellada y los vasos y
copas de tornasolados cristales. El señor Bullrich y los principales miembros
del Club ocuparon la cabecera. A Karaí lo ubicaron en el extremo opuesto, entre
la damisela y don Juan Manuel. Aunque ya todos estaban sentados, ningún mozo se
acercaba con manjares, lo que mucho atribuló al tragamollas, pues se le había
despertado de pronto un enorme apetito y deseaba de todo corazón papar una
pitanza antes de su parrafada, de modo que si el negocio terminaba malamente,
como era de barruntar, su bodega al menos saliera beneficiada. Pero en vano
estiraba el cogote como chuña, siguiendo los escasos movimientos del servicio,
ya que el señor Bullrich, que estaba con un humor de perros, había resuelto
abrir el banquete con la retórica, para no tener que compartir la mesa con
quien no fuera digno de ello. Por otra parte, consideraba que su sustancioso
discurso sería mejor apreciado con el bandullo vacío y sin alcoholes en el
seso: atinada manera de no mezclar el espíritu con el mondongo.
Guillermo Adolfo Bullrich (1908-1975)
Juzgando que había llegado
el momento de empezar, se arregló la magnolia que lucía en el ojal y se puso
dificultosamente de pie. Sus arrebolados cachetes parecían acumular una enorme
carga de energía dispuesta para sostén de su pesado vozarrón. Juntó entonces
aire y echó a volar estropajosas gramáticas a ras de la mesa, las que se
asemejaron, pese a sus atildados perifollos de Academia, a gallinas despavoridas
ante la presencia de un zorro. Pero no nos extendamos en apreciaciones
subjetivas. La verdad histórica exige atenerse al texto, y éste, según lo
registran las crónicas de dicho Carnaval, reza lo siguiente: "Madames,
messieurs, associés touts de nuestro distinguido Club e invitados especiales.
Antes de entrar a saborear el menú para hoy dispuesto, quería decir unas
palabras de fundamental importancia. No sostendré que no es sano divertirse en
estos días en que el prosaico Momo sacude the streets of our dear city, mas
corresponde a nuestros deberes de clase dirigente (n`oubliez pas; noblesse
oblige) hacer un alto en algún momento para pensar un poco en los peligros que
todavía nos acechan, y que se oponen a nuestra magna empresa. Allá en el Sur,
los bárbaros saquean en temerarias incursiones nuestras sagradas propiedades,
las que con tantos sacrificios nos ganamos. Pero lo están pagando caro, y
pronto no quedará ni la memoria de esa raza de bandidos. Con todo, preciso es
reconocer que las tropillas de salvajes nos privan hoy de un territorio de
muchos miles de leguas cuadradas que ya clama por pasar a nuestras manos, y que
muy pronto habremos de repartirnos sin arrebatiñas, como caballeros que somos.
Ya se lo dije al General: es buena táctica prometer a los soldados un pedazo de
terreno, pues ofrecer no empobrece y eso los vuelve tigres, pero nada de poner
firmas, ¡no!, y menos de dictar leyes, si realmente estimamos el Progreso.
¿Cómo puede un peón sin
cultura ni recursos convertirse en patrón de la noche a la mañana? Y menos un
milicote que nunca plantó un repollo. Lo más sensato es que trabajen bajo
nuestra protección y guía, que tanta necesidad tienen de nuestra luz como
nosotros de sus brazos fuertes y valerosos.
Un "milicote" según Bullrich. "¿Cómo puede un peón sin cultura ni recursos convertirse en patrón de la noche a la mañana?" Ver al pie: "CONQUISTA DEL DESIERTO"
Así que a prepararse para
este próximo banquete, que nos resarcirá tantos afanes y sinsabores. Y no se
turbe vuestro corazón por el hado que los salvajes se labraron con su porfía.
No los veamos como seres humanos pues son bestias sanguinarias, y nuestros campos
precisan el abono de su sangre. Las guerras y el exterminio han sido llamados
con razón plagas de la humanidad, pero bien se justifican y hasta santifican
cuando son realizados en nombre de la civilización, y bajo su estandarte.
Aunque todos saben que mis principales negocios no pasan por las armas, mucho
me vanaglorio de haber introducido en el país los fusiles Tabaliere, con los
que un buen tirador puede despachar al Infierno a seis infieles en tan sólo un
minuto. Oui, six par minute, c`est fantastique! Ya se hicieron pruebas en la
frontera, con sorprendente éxito. ¿Quién podrá luego desmerecerme este eminente
servicio a la patria? Por él, más que por mis otros tráficos y mi florida
retórica, tendrán que recordarme las futuras generaciones, cuando quieran
honrar a quienes abrieron el territorio nacional a todos los hombres del mundo
deseosos de progresar con el duro trabajo. Y ya que pronuncié este excelso
verbo, gritemos al unísono: ¡Vive le Progress!" Todos los presentes lanzaron un
emocionado "Vive!", menos don Juan Manuel y Karaí, que no estaban para
devociones. Al volver el silencio, añadió el Presidente, endureciendo el tono:
"Hay aquí un mascarita al que pedimos que se identifique de inmediato y
demuestre su fe en el Progreso, pues nos asiste la fundada sospecha de que no
es digno de estar en nuestra mesa, ni siquiera con las licencias del Carnaval.
Su comportamiento en el baile de ayer dejó mucho que desear. Si se trata de una
farsa, ya es hora de ponerle coto, aplicando al intruso y a su promotor el
castigo correspondiente. Y con esto cedo al aludido la palabra."
Los negocios de siempre de la "emprendedora" familia Bullrich
El Presidente se sentó muy
ufano, seguro de la situación y contento de saber que le llegaba la hora al
bárbaro prohijado por don Juan Manuel, ese insolente truhán al que ya hubiera
expulsado del Club de no ser por su padre. Nuestro héroe se incorporó todo cohibido,
quemado por la brasa de las miradas y como rogando que se lo tragara la tierra.
Aunque le temblaba el pulso, inició el concierto que tenía preparado, el que
vino a fortalecer su ánimo y pulir los rebaños de palabras que mugían en su
magín, hirientes y nombradoras. Pronto pudo mover ya los dedos con soltura,
apisonando las cuerdas contra el diapasón de ébano para arrancar al
desvencijado instrumento sonidos tan virtuosos que los de la orquesta no
tardaron en callarse. Punteó las cuerdas en un conmovedor pizzicato, y luego,
con una precisa ondulación de la muñeca, les zampó un trémolo ondulado. Fue un
concierto digno de oírse, coronación de agotadoras búsquedas. Atacaba las
cuerdas con la punta del arco, por el medio, con el talón e incluso con la
varilla, cuando de desgarrar la transparencia del sonido se trataba. En un
rapto de inspiración logró un arpegio de tres sonidos casi simultáneos, para
culminar con un vibrato que revolvió las vacías tripas de los señores. Dejó
entonces el violín sobre la mesa, ya seguro de sí mismo, y se enfrentó a esas
caras atónitas. Por suerte, no tardaron en brotar por la boca de la máscara
palabras tanto propias como ajenas, en ordenado tropel. Lo que dijo, digno de
fundirse en bronce, esculpirse en mármoles y pintarse en tablas para
inmortalizar su memoria, fue: "Caballo Cuimbaé ha tocado por mí; los pelos de
sus crines musiquearon desde el arco de este violín. ¿Nadie sabe aquí el cuento
de ese pingo medio hombre? Murió de bala pero ya muy viejo, y se lo comieron
los cuervocuras cabezapeladas, con sentida misa y oración, que el ragú no quita
lo cortés. Quedé de a pie en el llano, y anduve por ahí gambeteando las jaurías
para no gritar `¡Viva el que vence!` Tierra quemada y triste, de mucha sangre
vana; me vine por eso a esta ciudad, buscando el futuro hermoso, las
innumerables caparazones de las cigarras eternas. Que no se confunda mi
condición y mi propósito: huérfano soy del paraíso y no me ocupo de otra cosa
que de la Tierra Sin Mal. Me conocen por Karaí Gran Corazón. No soy príncipe de
esa China que dicen, pero en mi mocedad supe ser Rey de los Pájaros, y el Ara
me seguía, me seguían el Tucán y el Surucuá; también el Pájaro del Día llamado
Araguirá y el Pájaro Tejedor, de nombre Yapú. Guardé en el centro de mi mano la
neblina que engendra la palabra, y tupido me visitaba Mainó con mensajes del
Padre Original, sacudiendo sus alitas como mosca del Sol. Harto caminé,
navegué, trajiné esta morada imperfecta en mi anhelo de plenitud acabada,
aunque halagando a las mozas vine a desandar por adentro mucho camino. Zumba
que te zumba anduve así entre las negras mulatas zambas cafusas bembonas de
toda laya, naturales del monte y artificiales de la garufa ciudadana,
recogiendo mieles muchas, que no todo es penuria en este mundo. Y si de mi
parte no deseaba, por cultivar finos negocios celestiales, las méndigas de
amores me pedían devotamente, y yo concedía mis atributos en limosna y no en
pecado, sin medirme en la dación, que para eso nací bien equipado. Pero no
venía a ufanarme del abundante claveteo, ni a quejarme de lo poco que se gana y
se granjea en los oficios del cinchar. Si desean saber, no cargo oro; da
lástima mi bolsa, que nunca se para sola. Tampoco gasto alforjas, que en mi
país un héroe no precisa. Cabalgué el tren para llegar a Trapisondia, y por
probar brinqué ahí al tramway, me trepé a toditas las máquinas del Progreso y
así comprobé que es cosa de lo más ordinaria. Vivíamos antes felices,
entregados al sencillo frufrufrú, pero vinieron los albiones con la
civilización del chucuchuco y todo se acabó. Entraron a quemarnos los ranchos y
las siembras, y tuvimos que escapar corridos por los perros y los fusiles,
dejando a los muertos como caían y no con la cabeza doblada sobre los brazos
cruzados.
Cautivos de tribus patagónicas, llevados como mano de obra esclava a un ingenio azucarero en Tucumán. Circa 1885 .
Declaro: fuimos dueños de
la tierra, y ahora no más nos queda la Tierra Sin Mal, que a ésa no la pueden
pisotear ustedes con sus botas, cercar, llenar de vacas y chanchos de mercadeo
y desfile. Por ofender al Progreso vi al Caudillo paseado en jaula, sentadito
sobre sus necesidades y deslenguado. Vi también naturales que se desviven por
ser ciudadanos, y para eso hasta matan a los suyos. De ellos me alejé porque yo
soy héroe de mi gente. Karaí es bárbaro y morirá con el baldón: ya mismo, si
se dispone así. Mi lugar verdadero es el monte, pero puedo estar también en el
desierto, o bajo el suelo, que es donde el natural no molesta. Porque seguro
que ha llegado ya la destrucción de mi raza, la terminación. Debía ser que
tenía que acabarse para que venga otra mejor. Mi corazón se pone triste. ¿No
será que el Padre Original mandó los Tabaliere al señor Bulrich para apurar
nuestro destino? Una generación ha de irse para que venga otra; así fue desde
el comienzo del mundo. Nosotros ya llevamos muchos años sobre esta tierra y
ustedes recién están llegando, con hartas ganas de vivir y máquinas que no
entendemos. Al que escape de la bala lo pillará la Peste, fina señora que mata
sin mostrarse, por lo que ha de ser prima del Progreso. Cuando de los míos me
acuerdo el corazón me late de pena. Uno anda y anda y no halla más que cenizas
húmedas donde antes calentaban los fogones y las palabras crecían abundantes.
Ya no madura el maíz excelente, el zapallito, la buena mandioquita. ¿Qué se han
hecho la abeja Mandorí y la abeja Eirasú, que esconden su miel? No se oye el
retumbar de los himnos hermosos. Yo lloro no más, sin ofender: yo me voy, me
estoy yendo despacito a la Tierra Sin Mal. Pero valientes hay entre los míos
que preguntan con rabia por qué tenemos que andar tirados, escapando, sin nada
encima, cazados como bichos. A la ciencia artificial no la conocemos, pero a la
natural sí, y ella nos manda a defender lo nuestro, el pedacito de mundo que
vino a tocarnos. La Ley civilizada es muy estrecha con nuestras razones. Si una
cuñataí me ofrece con donaire la repisa y yo pruebo sus arropes, curas y
alguaciles corren a amargarme el caldo con calderillos de agua bendita y sable,
diciendo que es pecado de lo peor, delito muy feo, cosa de follones y
malandrines, y de un marronazo me echan en la gayola, para ponerse luego a
calafatear las juntas de la chirusa con píos menjunjes. Pero civilizados hay en
Tierra Adentro que andan deshaciendo doncellas, recuestando viudas, machacando
casadas y partiéndose la ajena hacienda, y dicen llevar para eso licencias e
indulgencias. Comparar no se puede. Yo voy y comunico mi necesidad a una cuñá,
le doy el gusto y ella me lo devuelve, pero no fuerzo ni tuerzo su voluntad,
que la voluntad es cosa seria. El Padre Original me manda hacer halago de su
obra, ejercitando mis dones y atributos, pero la civilización me dice no, eso
no se puede porque a la Ley le duele. La Ley viene a ser entonces como una
señorita: le duele lo que no es negocio. Estoy entendiendo ahora las palabras
del Santón: Al que tiene le será dado, y al que no tiene le será negado. La
tierra de arriba es para ustedes, y para nosotros la de abajo. A los
menesterosos y yantafelinos que hartos vi en la ciudad no les tocará nada por
más que esperen; por siglos los veo cinchar en varios oficios sin ningún
beneficio." El señor Bullrich no aguantó más y se puso de pie, despidiendo
fuego por los ojos, como al borde del colapso. Las palabras se apelmazaban en
su boca, de la que sólo brotaron sonidos guturales. Avistando la tormenta,
concluyó el zafio: "No digo más, señores, y perdón por la molestia que he
causado. No fue mi intención ofender al Progreso, que tanto aquí se honra, sino
prestar la lengua a mi gente, que nunca tiene con quien hablar y se la pasa
comiendo larvas de pindó y pajaritos del cielo, que voltean con sus flechas
imperfectas". Se quitó entonces la máscara de chino para revelar a los
comensales su despreciable condición, rogó a Santa Librada que lo ayudara en la
disparada y salió al trote con el violín, ensayando el arte de la fuga,
mientras el señor Bullrich clamaba "C`est un parvenú, un sauvage!" y pedía a
gritos convulsos que le alcanzaran presto un Tabaliere para hacer una oportuna
demostración de su eficacia acertándole al pagano en el marote. Pero si bien
Karaí se salvó de las balas, recibió groseros cazotes y puntapiés de parte de
los lambebotas del Club, que lo pusieron de antarcas en la rúa, conmovida a la
sazón por el eco de distantes tamboriles.
APÉNDICES
por
Ricardo Luis Acebal
OTRO BULLRICH DE HOY
Esteban José Bullrich Zorraquín Ocampo Alvear: "Hace muy poco cumplimos 200 años de nuestra independencia y planteábamos con el presidente Mauricio Macri, que no puede haber independencia sin educación, y tratando de pensar en el futuro, esta es la nueva campaña del desierto". Mientras decía esto la ministra de seguridad insta a sus fuerzas a meter bala a los mapuche de hoy y " desaparecia" Santiago Maldonado
"CONQUISTA DEL DESIERTO"
Bullrich:
"Ya
se lo dije al General: es buena táctica prometer a los soldados un pedazo de
terreno, pues ofrecer no empobrece y eso los vuelve tigres..."
Por Gabriel
O. Turone:
Tras la sangrienta
"Conquista del Desierto" fue tal el escándalo por el vergonzoso
reparto de tierras en favor de un grupo reducido de especuladores, que hasta
los militares protestaron por el atropello.
"Lejos de asegurar
tierra a sus protagonistas criollos y gauchos estableciendo una distribución
justa y adecuada de la misma, pasará a manos de agiotistas, acaparadores,
viejos y nuevos latifundistas que acrecentarán su poderío político y económico
y les asegurarán el connubio de intereses externos".
Manuel Prado, que
participó en la campaña con el grado de comandante incorporado a la columna de
Villegas, escribió: "los soldados habían conquistado veinte mil leguas de
territorio. Y más tarde, cuando esa inmensa riqueza hubo pasado a manos del especulador
que la adquirió, sin mayor esfuerzo ni trabajo, muchos de ellos no hallaron
rincón mezquino en que exhalar el último aliento de una vida de heroísmo, de
abnegación y de verdadero patriotismo.
CAMPO DE CONCENTRACIÓN EN VALCHETA, RÍO NEGRO
Bullrich: "Allá
en el Sur, los bárbaros saquean en temerarias
incursiones nuestras sagradas propiedades, las que con tantos sacrificios nos
ganamos. Pero lo están pagando caro, y pronto no quedará ni la memoria de esa
raza de bandidos".
Entre las atrocidades
relatadas por galeses que habían intentado en vano hacer entender a los
coroneles de Roca que ellos convivían en perfecta armonía con los tehuelches y
que por lo tanto solicitaban que no se los maltratara, citaré una digna de los
"conquistadores del desierto": En Río
Negro habían varios miles de indígenas sometidos en un centro de detención. El
núcleo más importante estaba en las cercanías de Valcheta. Estaban cercados por
alambre tejido de gran altura, en ese patio los indios deambulaban, trataban de
reconocernos, ellos sabían que éramos galeses del Valle del Chubut. Algunos,
aferrados del alambre con sus grandes manos huesudas y resecas por el viento,
intentaban hacerse entender hablando un poco de castellano y un poco de galés: `poco bara chiñor, poco bara chiñor` (un poco de pan señor).