Cerraba los ojos y su
mirada se quedaba latiendo en otra parte, acaso suspendida en el paisaje
milenario de sus entrañas. La vieja montaña, el viejo sentido americano,
vibraba con los cinco pares de cuerdas en los que se enredaba el alma de sus
manos. Y así, apretado contra su pecho, se estremecía el charango.
Impregnado del dolor de
las generaciones que lo acariciaron, de la melancolía por los destinos perdidos
y de la celebración festiva que no renuncia a la grandeza del Sol, el charango
encontraba entre los dedos de Jaime Torres un camino hacia el valle de lo
bello.
Hijo de padres bolivianos,
nació en Tucumán, creció en Buenos Aires, anduvo por el mundo y murió el lunes
a los 80 años, en la víspera de Navidad. Siempre llevó consigo la savia que
había determinado como un hijo definitivo de su pueblo, como una molécula del
arte y la cultura de una región atropellada y postergada, capaz, sin embargo,
de volverse universal.
En los escenarios donde
pisara sus signos de pertenencia empezaban por el poncho, luego por los trazos
que en su cara había marcado el viento y la intimidad conmovedora de sus gestos
y finalmente, por su música. Desde aquellos `60, cuando se sumó a la Misa
Criolla, de Ariel Ramírez, su estrella. siempre encendida, lo llevó a tocar en
célebres teatros europeos
En enero de 2016 se
presentó por última vez en Cosquín. "El charango que soltó no tenía el
temperamento sobresaltado, sino sentimientos hondos, con notas casi musitadas y
rasguidos que levantaban el vuelo justo para trepar el aire. Podía sentirse la
profundidad del viejo espíritu que guardan sus entrañas de fauna y árbol",
decíamos.
Jaime Torres tenía el
charango tan pegado contra su pecho que podía confundirlo con su corazón. Tal
vez era eso: su corazón del otro lado del pecho.
ALEJANDRO
MARECO