Antes que el español llegara a ésta nuestra querida América, con sus trajes de hojalata, sus poderosas armas de fuego, y sus temibles perros cazadores, había en lo que hoy conocemos como Perú, habitantes que se reconocían como hijos del Sol y cuya máxima autoridad se llamaba Inca.
Dicen que dicen ... que Inca tenía un hijo muy apuesto,
generoso, valiente y aguerrido, por lo que su pueblo lo quería muchísimo.
Cierta vez, el joven enfermó gravemente, su padre estaba
desesperado, entonces reunió a todos los ancianos sabios de la comunidad para
pedir consejo, pero nadie acertó con las medicinas recomendadas para salvar al
muchacho.
Inca desesperado, al ver que el tiempo transcurría y su
hijo no mejoraba, volvió a pedir consejo a los hombres sabios, fue cuando el
mayor de todos ellos adujo que quedaba una sola cosa por probar, pero era
extremadamente difícil de llevar a cabo, pero Inca resolvió que nada podía ser
más terrible que perder a su querido hijo y heredero.
El anciano contó que muy lejos de allí, donde se alzan
las montañas nevadas, las más altas que se conocen, corre un río cuyas aguas
cristalinas poseen el poder de sanar el cuerpo de quien se bañe en ellas, el
sabio adujo que su padre, un incansable viajero, lo había conocido, él había
estado allí, pero el dilema era que quedaba extremadamente lejos, muy
lejos...
-Nada impedirá que haga lo imposible para salvar a mi adorado
hijo- y ordenó de inmediato preparar todo para la expedición.
Él encabezaría la marcha y los ancianos sabios deberían
acompañarlos, las columnas estarían compuestas por más de doscientos hombres
cada una, quienes deberían turnarse para conducir la camilla en la cual yacería
el heredero casi moribundo.
La marcha fue larga, difícil y tortuosa, el joven cada
vez empeoraba más, pero nadie cejaba en el empeño de llevar al muchacho al
ansiado destino.
Un día, después de mucho caminar, se internaron en una
montaña, los picos eran cada vez más altos y escarpados y los precipicios más y
más profundos.
Al fin, después de mucho andar, alguien gritó: -
¡Aconcagua!, Aconcagua!..., el anciano sabio reconoció el lugar que su padre
tantas veces había descripto y luego agregó : - él dijo, cuando veas al
Aconcagua, busca cerquita de allí y encontrarás un río de aguas claras y muy
prodigiosas, al ver al río, todos gritaron de júbilo, pero aún no todo estaba
solucionado, ya que el enfermo cada día empeoraba más, y las aguas que corrían
allá abajo tenían paredes tan resbaladizas que hacían imposible el ascenso.
Por el contrario, la orilla opuesta era de fácil acceso,
por lo que era imprescindible construir un puente, para poder facilitan el
acceso del enfermo a las curativas aguas del río.
Inca tomó la palabra y reconoció que la expedición había
sido un verdadero éxito, y tal como ese objetivo, también vencerían la
enfermedad, planearon hacer un puente que sería la solución, aunque tal vez, no
llegasen a tiempo debido al estado alarmante del enfermo.
Ahora deberían descansar y con los primeros atisbos de
luz, un séquito de fornidos hombres marchaba ya para construir el puente que
podría salvar al joven heredero.
Cuando ya estaban a punto de comenzar las tareas sucedió
algo totalmente inesperado, desde lo alto comenzaron a rodar piedras por las laderas de la montaña y mágicamente, tan como caían se iban acomodando hasta formar el sólido puente sobre el río.
Cuidadosamente, el séquito cruzó hasta la otra orilla y
con sumo cuidado introdujeron al muchacho en las milagrosas aguas,
no paso mucho tiempo que el joven volvió a tener
conciencia y lentamente fue despertándose del profundo sueño en que la fiebre
lo había sometido y con el correr de las lunas recuperó la salud casi
mágicamente.
Cuando el hijo de Inca se sintió fuerte emprendieron el
regreso, algunos hombres y mujeres que eran parte de la expedición, cansados
pero impresionados por los paisajes, decidieron afincarse en el noroeste de lo
que hoy conocemos como Argentina, dando así, origen al pueblo Diaguita,
mientras el resto continuó la travesía.