En el sur de la
selva peruana, cerca del río Inambari, vivían los Harakmbut, que se cree fueron
los primeros aborígenes en habitar esa zona.
Ellos vivían cerca
del río en cómodas malocas, a esta gente les encantaba escuchar mitos y
leyendas reunidos alrededor de cálidas fogatas. Los ancianos del
lugar amaban relatar esas historias a los jóvenes para mantener vivas las
glorias pasadas.
Dicen que dicen que
hace mucho, pero mucho tiempo atrás, las tierras, las aguas, los bosques, todo
era de ellos y nunca habían visto por allí a un hombre blanco, al que llamaban
Papa, solo rostros morenos, rostros marrones habitaban la jungla.
Los ríos
cristalinos y torrentosos eran espléndidos, generosos en el que abundaban
suculentos peces y sus aguas regaban las tierras haciendo crecer generosos
vegetales.
Allí maduraban
sabrosos plátanos y muchos otros frutos.
Todo era pacífico,
no había allí animales feroces. Los ancianos decían que todas las tribus eran
dichosas y alegres, no sabían que eran la infelicidad, ni la sed, ni la
enfermedad, ni el hambre...
Pero como todo no
es definitivo, sucedió que cierta vez, un grupo de desagradecidos inconformistas
ofendió a los dioses y éstos desplegaron su cólera para escarmentar a los
desconformes.
Ellos enviaron un
poderoso rayo sobre los bosques provocando un fuego infernal, luego se
descargaron fuertes tormentas, tan fuertes e intensas que las copiosas lluvias
inundaron la selva entera.
Las malocas
asentadas a orillas del río fueron arrasadas por el agua y las que se salvaron
del agua, el fuego las convirtió en cenizas antes que el agua llegara.
Los enormes árboles
caían atacados, ya fuera por el fuego o por el agua, los animales también
morían sin que nadie pudiese hacer nada, todo estaba destruido, muchos pensaron
que el mundo llegaba a su fin.
Ante tamaño
desastre, los lideres que lograron sobrevivir se reunieron para planear una
estrategia y discutir cual sería la mejor para protegerse, y tal
vez, salvar la mayor cantidad de seres vivientes.
Todo era discusión
y las opiniones eran diversas, no faltaron gritos y peleas subidas de tono.
Mientras tanto, las
lagunas a las que ellos llamaban "cochas", se convertían en ríos torrentosos y
los aluviones de barro parecían no tener fin.
En esas terribles
discusiones estaban, cuando un loro vino
a interrumpir la reyerta revoloteando sobre las cabezas de los allí presentes.
- ¡Miren ese
pajarraco !-, grito el más anciano del lugar y que parecía ser el jefe, y
agregó, - ¡ miren !...lleva una semilla en sus patas.-
Entonces el loro
habló,- mi nombre es Jokma y aquí estoy para ayudarlos, no sin antes me
presenten a la más bella joven que pueda personificar a cada una de las
comunidades aquí reunidas.
Las palabras de
Jokma lograron ilusionar a los jefes, que al saberse muy prolíferos sabían que
contaban con muy bellas doncellas y podrían satisfacer las necesidades del
pueblo, que el loro exigía.
Sin embargo, algo impensado
se le ocurrió al mayor jerarca. Él propuso que cada uno llevara a sus hijas,
las más hermosas, y así el ave pudiera elegir.
Llegado el día de
la elección las bonitas hijas de los jefes, todas asustadas, todas temblorosas
fueron presentados a Jokma.
El ave observó
una a una a las jovencitas allí expuestas, las vio una a una y las jovencitas
le dirigieron al animal una inquisitiva mirada, algunas de ellas desafiaron al
loro, pero éste se dirigió exclusivamente a una niña de finos rasgos y sonrisa
suave que al acercarse le acarició las alas y exclamó: -¡ qué bonito !-.
El
loro no dijo nada, solamente soltó unas semillas que dieron dos volteretas en
el aire, apenas rozaron las piernas de la joven elegida y cayeron al suelo.
Sin
mediar palabras, inmediatamente las semillas echaron raíz y tronco, para luego sacar ramas corpulentas,
que prontamente se elevaron al cielo formando una escalera fuerte y vigorosa,
capaz de soportar un gran peso.
Todos los allí
reunidos estaban más que asombrados.
Los ancianos ordenaron
trepar antes que las torrentosas aguas los arrastraran.
A medida que
trepaban el peligro quedaba atrás y en esa intrépida y afanosa subida, fue
donde seres humanos y animales lograron poner fin a tan aterrador evento. Ahora
todos estaban a salvo.
Así fue que por
muchas lunas, hombres y bestias disfrutaron del alimento y abrigo de ese
hechizado árbol.
Como era de
esperar, entre todos los habitantes del árbol eligieron
un nombre para él,
lo llamaron Wanamey, el árbol de la vida.
Pero llegó el día que
la lluvia paro, los ríos dejaron de
desbordar, a medida que las aguas avanzaban, las lenguas de fuego se iban
apagando, pero los suelos eran ahora un lodazal, a raíz de eso hubo muchas
discusiones.
Fue entonces,
cuando el Wanamey enojado por las diferencias comenzó a sacudir sus ramas
haciendo caer algunas personas y bestias, de ellos nunca más se supo.
Entonces por un
tiempo, amedrentados, reinó la paz sobre la fronda del magnífico Wanamey.
Un grupo de los
habitantes que vivía en las ramas pensó que ese sería su destino hasta el fin
de sus días, pero otro grupo, tal vez el menor pero más agresivo y menos sumiso
y que no se resignaba vivir allí para siempre, comenzaron a arrojar flechas y
así comprobar si el lodazal se había secado.
En un principio,
las flechas desaparecían, más tarde su hundían hasta la mitad, y por último se
clavaron en tierra firme, al poco tiempo una fina alfombra verde comenzó a
cubrir la superficie, entonces supieron que ya era hora de bajar.
Reunido el consejo
de ancianos dio la orden de descender.
Hombres , mujeres y
animales volvieron, después de mucho tiempo volvieron a pisar tierra, unos
fueron hacia el norte, otros al sur, nuevos grupos fueron formándose, no sin
antes despedirse abrazando al generoso árbol que los había albergado y les
había salvado la vida.
Los más agradecidos
fueron los Harakmbut, que por cierto, una vez que todos se hubieron retirado se
pusieron al frente de los allí presentes y resolvieron que ellos no irían a
ningún lado, se quedarían allí, a los pies del Wanamey como agradecimiento por
la generosidad que éste les había ofrecido a todos y cada uno de ellos.
Nunca más, este
agradecido pueblo abandonó esa zona, reconociendo a quien los había cobijado,
alimentado y dado calor.