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Te cuento mitos
El WANAMEY

por por Susana C. Otero (adaptaciones e ilustración)




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En el sur de la selva peruana, cerca del río Inambari, vivían los Harakmbut, que se cree fueron los primeros aborígenes en habitar esa zona.

Ellos vivían cerca del río en cómodas malocas, a esta gente les encantaba escuchar mitos y leyendas reunidos alrededor de cálidas fogatas. Los ancianos del lugar amaban relatar esas historias a los jóvenes para mantener vivas las glorias pasadas.

Dicen que dicen que hace mucho, pero mucho tiempo atrás, las tierras, las aguas, los bosques, todo era de ellos y nunca habían visto por allí a un hombre blanco, al que llamaban Papa, solo rostros morenos, rostros marrones habitaban la jungla.

Los ríos cristalinos y torrentosos eran espléndidos, generosos en el que abundaban suculentos peces y sus aguas regaban las tierras haciendo crecer generosos vegetales.

Allí maduraban sabrosos plátanos y muchos otros frutos.

Todo era pacífico, no había allí animales feroces. Los ancianos decían que todas las tribus eran dichosas y alegres, no sabían que eran la infelicidad, ni la sed, ni la enfermedad, ni el hambre...

Pero como todo no es definitivo, sucedió que cierta vez, un grupo de desagradecidos inconformistas ofendió a los dioses y éstos desplegaron su cólera para escarmentar a los desconformes.

Ellos enviaron un poderoso rayo sobre los bosques provocando un fuego infernal, luego se descargaron fuertes tormentas, tan fuertes e intensas que las copiosas lluvias inundaron la selva entera.

Las malocas asentadas a orillas del río fueron arrasadas por el agua y las que se salvaron del agua, el fuego las convirtió en cenizas antes que el agua llegara.

Los enormes árboles caían atacados, ya fuera por el fuego o por el agua, los animales también morían sin que nadie pudiese hacer nada, todo estaba destruido, muchos pensaron que el mundo llegaba a su fin.

Ante tamaño desastre, los lideres que lograron sobrevivir se reunieron para planear una estrategia y discutir cual sería la mejor para protegerse, y tal vez, salvar la mayor cantidad de seres vivientes.

Todo era discusión y las opiniones eran diversas, no faltaron gritos y peleas subidas de tono.

Mientras tanto, las lagunas a las que ellos llamaban "cochas", se convertían en ríos torrentosos y los aluviones de barro parecían no tener fin.

En esas terribles discusiones estaban, cuando un loro  vino a interrumpir la reyerta revoloteando sobre las cabezas de los allí presentes.

- ¡Miren ese pajarraco !-, grito el más anciano del lugar y que parecía ser el jefe, y agregó, - ¡ miren !...lleva una semilla en sus patas.-

Entonces el loro habló,- mi nombre es Jokma y aquí estoy para ayudarlos, no sin antes me presenten a la más bella joven que pueda personificar a cada una de las comunidades aquí reunidas.

Las palabras de Jokma lograron ilusionar a los jefes, que al saberse muy prolíferos sabían que contaban con muy bellas doncellas y podrían satisfacer las necesidades del pueblo, que el loro exigía.

Sin embargo, algo impensado se le ocurrió al mayor jerarca. Él propuso que cada uno llevara a sus hijas, las más hermosas, y así el ave pudiera elegir.

Llegado el día de la elección las bonitas hijas de los jefes, todas asustadas, todas temblorosas fueron presentados a Jokma.

El ave observó una a una a las jovencitas allí expuestas, las vio una a una y las jovencitas le dirigieron al animal una inquisitiva mirada, algunas de ellas desafiaron al loro, pero éste se dirigió exclusivamente a una niña de finos rasgos y sonrisa suave que al acercarse le acarició las alas y exclamó: -¡ qué bonito !-.

El loro no dijo nada, solamente soltó unas semillas que dieron dos volteretas en el aire, apenas rozaron las piernas de la joven elegida y cayeron al suelo.

Sin mediar palabras, inmediatamente las semillas echaron raíz  y tronco, para luego sacar ramas corpulentas, que prontamente se elevaron al cielo formando una escalera fuerte y vigorosa, capaz de soportar un gran peso.

Todos los allí reunidos estaban más que asombrados.

Los ancianos ordenaron trepar antes que las torrentosas aguas los arrastraran.

A medida que trepaban el peligro quedaba atrás y en esa intrépida y afanosa subida, fue donde seres humanos y animales lograron poner fin a tan aterrador evento. Ahora todos estaban a salvo.

Así fue que por muchas lunas, hombres y bestias disfrutaron del alimento y abrigo de ese hechizado árbol.

Como era de esperar, entre todos los habitantes del árbol eligieron

un nombre para él, lo llamaron Wanamey, el árbol de la vida.

Pero llegó el día que la lluvia paro, los ríos  dejaron de desbordar, a medida que las aguas avanzaban, las lenguas de fuego se iban apagando, pero los suelos eran ahora un lodazal, a raíz de eso hubo muchas discusiones.

Fue entonces, cuando el Wanamey enojado por las diferencias comenzó a sacudir sus ramas haciendo caer algunas personas y bestias, de ellos nunca más se supo.

Entonces por un tiempo, amedrentados, reinó la paz sobre la fronda del magnífico Wanamey.

Un grupo de los habitantes que vivía en las ramas pensó que ese sería su destino hasta el fin de sus días, pero otro grupo, tal vez el menor pero más agresivo y menos sumiso y que no se resignaba vivir allí para siempre, comenzaron a arrojar flechas y así comprobar si el lodazal se había secado.

En un principio, las flechas desaparecían, más tarde su hundían hasta la mitad, y por último se clavaron en tierra firme, al poco tiempo una fina alfombra verde comenzó a cubrir la superficie, entonces supieron que ya era hora de bajar.

Reunido el consejo de ancianos dio la orden de descender.

Hombres , mujeres y animales volvieron, después de mucho tiempo volvieron a pisar tierra, unos fueron hacia el norte, otros al sur, nuevos grupos fueron formándose, no sin antes despedirse abrazando al generoso árbol que los había albergado y les había salvado la vida.

Los más agradecidos fueron los Harakmbut, que por cierto, una vez que todos se hubieron retirado se pusieron al frente de los allí presentes y resolvieron que ellos no irían a ningún lado, se quedarían allí, a los pies del Wanamey como agradecimiento por la generosidad que éste les había ofrecido a todos y cada uno de ellos.

Nunca más, este agradecido pueblo abandonó esa zona, reconociendo a quien los había cobijado, alimentado y dado calor.   

 



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