Muchos eran los pueblos que habitaban esta América morena antes
de la llegada de los conquistadores.
Los Aztecas era uno de los pueblos más poderosos e importantes,
ellos se asentaban en lo que hoy conocemos como México.
Pero también existían otros pueblos más pequeños que vivían en
esas ricas tierras, y al no poseer supremacía, debían rendir tributo al
aguerrido pueblo Azteca.
No eran pocos los que protestaban sobre las imposiciones a que
debían someterse empobreciéndose lastimosamente, pero nadie osaba revelarse
porque el imperio era cada vez más fuerte y aumentaba su magnificencia cada día
más.
Dicen que dicen...que uno de los pueblos sometidos por los
Aztecas era el pueblo de Tlaxcala, y la máxima autoridad allí, cansado de la
presión, decidió sublevarse.
Este hombre enérgico y poderoso amaba a su pueblo, confiaba en
sus guerreros, y si bien sabía que una guerra era algo espantoso, sabía que ya
era hora de poner fin a esa situación.
Él confiaba en un joven llamado Popocatepetl, el más joven, pero
el más valiente, y fue a quien le encargó, que guiara a sus huestes.
El muchacho aceptó con alegría y convicción semejante honor, ya
que, en quién en él confiaba, además de ser la máxima autoridad de su pueblo
era el progenitor de su amada Ixtaccihualt, la más bella flor de toda la
comarca, y por quien todos los jóvenes suspiraban, pero ella sólo tenía ojos
para el apuesto Popocatepetl, con quien compartía dulces momentos, ellos
soñaban formar una familia, siempre y cuando e l gran jefe diera el visto
bueno.
Los amantes esperaban el atardecer para reunirse y luego entre
abrazos, caricias y besos planeaban su futuro, al despedirse la joven se
quitaba la corona de flores blancas que adornaban su hermosa cabellera y se la
obsequiaba a su prometido como prenda de su amor.
El muchacho solía dormirse aspirando el dulce aroma de esas
flores.
Los días discurrían afanosos y los preparativos eran cada día
más intensos, la contienda era cada vez más inminente.
Era preciso que el padre de Ixtaccihualt aprobara esa unión
antes de la partida.
Ambos jóvenes se presentaron ante el gran jefe, que al ver el
cariño que los enamorados se profesaban no pudo más que consentir, pero
abrazándolos, les hizo un pedido, les solicito que la unión se llevara a cabo
una vez que Popocatepetl volviera victorioso de la guerra. Popocatepetl se
sentía confiado. Los jóvenes amantes tuvieron una dolorosa despedida, la joven
no podía ocultar su miedo. Él le prometió traer la victoria para su pueblo, y
ella entre lágrimas, le pidió que se cuidara, y una vez más, al despedirse se
quitó la corona de flores blancas y se la obsequió.
Él tomó las flores entre sus manos, aspiro su perfume y la
guardo sobre su corazón.
Al amanecer, la partida era un hecho, todo estaba listo, los
guerreros con sus lanzas en alto marchaban llevando sus estandartes en alto y
dando fuertes gritos a modo de arenga, mientras tanto el pueblo los vivaba y
les daba aliento para enfrentar al opresor.
Popocatepetl encabezaba la larga fila de valientes que
heroicamente marchaban para alcanzar la victoria.
Al llegar a lo más alto de la colina, Popocatepetl trato de
divisar a Ixtaccihualt y levanto la corona de flores se despidió, luego
desapareció más allá del horizonte.
La joven entre lágrimas, pero en silencio, pidió protección al
cielo, luego rodeada de los suyos, pero empapada en salobres lágrimas vio como
la columna de valientes guerreros que se alejaba detrás de la colina.
Pasaron varias lunas sin que llegaran noticias de quienes no se
permitían desfallecer.
Los Aztecas repelían la agresión, pero a los Tlaxcalenses los
motivaba el valeroso Popocatepetl, sus ansias de libertad y la promesa de
llevarlos a la victoria.
El poderoso enemigo al verse cercado volvió sobre sus pasos y se
atrinchero frente a las murallas de Tenochtitlán, a orillas del lago Texcoco.
Allí se llevó a cabo la contienda final.
Muchos hombres sucumbían en la batalla final. Los gritos de
guerra, ayes de dolor y ríos de sangre cubrían el espacio, el espanto de la
guerra mostraba su peor escenario, los jinetes se desplazaban entre cuerpos
mutilados, deshechos, irreconocibles.
Al fin, los guerreros de Tlaxcala dieron fin a la lucha,
reconociéndose vencedores.
Sin embargo, a pesar de la cruenta victoria, el temor empañaba
la alegría, Popocatepetl no aparecía y todos temían lo peor, buscaron el cuerpo
denodadamente, día y noche, pero el joven líder no aparecía, ni vivo ni muerto.
Dándose por vencidos, un grupo decidió regresar a Tlaxcala para
comunicar el triunfo, pero los más cercanos a Popocatepetl decidieron no
abandonar la búsqueda.
Cuando el primer grupo llegó a Tlaxcala todos preguntaban por
Popocatepetl y así se enteraron que su cuerpo no había sido encontrado y que se
temía lo peor.
Mientras tanto, los más leales continuaban revisando rincón por
rincón, hasta que, en un repecho de camino, en medio de unos matorrales, lo
encontraron malherido y en medio de su inconsciencia murmuraba el nombre de su
amada oprimiendo contra su pecho sangrante, una corona de flores blancas.
Con amor y esfuerzo le curaron las múltiples heridas y en cuanto
se repuso emprendieron el regreso.
Cuando el primer grupo arribó a Tlaxcala y Popocatepetl no era
de la partida, la noticia corrió como reguero de pólvora y cuando llegó a oídos
de Ixtaccihualt ella no pudo soportar la mala nueva, sufrió un fuerte colapso.
El padre desesperado reunió a los ancianos sabios y a los
mejores shamanes, aunque prepararon brebajes, pócimas y ungüentos nada logró
restituirle el hilo de la vida que se fue apagando hasta dar el último suspiro.
El gran jefe, su padre, hizo que depositaran el cuerpo sin vida
sobre un colchón de flores blancas, soltarle los renegridos y largos cabellos y
una vez que se los cepillaran ceñirle la diadema de flores, tal como ella la
usaba.
Repuesto de las heridas, el valiente guerrero regresa triunfante
a Tlaxcala, lo recibe una comunidad profundamente triste a pesar de la victoria
obtenida.
No hubo aplausos ni vítores. Un presentimiento aterrador se
apoderó del guerrero.
Fue el padre de Ixtaccihualt quien le comunico la amarga
noticia, él cayó de rodillas suplicante, le era imposible asimilar, que aquella
dulce muchacha llena de vida, hubiera dejado este mundo.
Luego se anotició que ella no había podido soportar la noticia
de su muerte.
Más tarde, el joven fue conducido hasta donde se encontraba el
cuerpo de la muchacha, al verla allí lívida, despojada de su candor, inmóvil,
fría, dio un grito estrepitoso, un aullido que parecía provenir del centro de
su alma y abarcar todos los rincones de la tierra.
Después de contemplar el cuerpo inerte de quien fuera su eterno
amor, la alzó amorosamente en sus brazos y sin dejar de llorar copiosamente a
paso firme atravesó la comunidad y se dirigió a las colinas, sin descuidar el
cuerpo buscó un valle y allí depositó en cuerpo sobre una alfombra de hierba
verde, le acomodo la corona de flores blancas que traía consigo y extrajo de
sus ropas el cuchillo de obsidiana con el que había peleado por su pueblo como
único valor terrenal que, clavándolo en el suelo a modo de ofrenda, le suplico
a los cielos que le permitieran reencontrarse y unirse a su amada para toda la
eternidad.
En ese preciso momento la tierra crujió, el cielo se tiño de
negro, hubo relámpagos y truenos ensordecedores hicieron que la tierra toda se
sacudiera y una terrible tempestad se descargó, trayendo consigo una copiosa
lluvia que caía a vendavales acompañada de granizo y vientos huracanados.
El vendaval se sereno justo al llegar el día, poco a poco el sol
trepó los cerros y surgió un cielo celeste y apacible, despidiendo un aroma
tibio y sereno.
Allí donde se alzaba un sereno valle se levantaban dos volcanes
cuyas cimas se encontraban cubiertas de nieve y cuyos perfiles mostraban la
figura de una de una delicada mujer tendida sobre un tapiz de flores blancas y
aún humeante, pero mucho más alto, dejaba ver el perfil de un guerrero
custodiando el sepulcro de su amada.
En honor a ellos, el primer volcán, aún humeante recibió en nombre
de Ixtaccihualt, que significa mujer dormida, y el segundo Popocatepetl, la
montaña que humea.
Hoy en día siguen emitiendo ese humito, que ni el tiempo ni la
muerte ha podido apagar, esa encendida llama del amor que ambos amantes se
profesaban.