Es un pez de
vivos colores con reflejos dorados, su cuerpo es deprimido en su cola y está profundamente bifurcada. Su aleta dorsal es muy larga.
En el nordeste
argentino, se conoce una leyenda según la que, en el comienzo de los tiempos,
el sol no poseía rayos con los cuales hoy nos da abrigo.
Fue así como el
buen hacedor Tupá decidió convertirlo en dorado, ese pez que hoy en día todos
los pescadores persiguen con pasión.
Tupá no solo lo
transformó en pez si no que lo hizo invulnerable a las flechas, eso le llamaba
mucho la atención a los nativos que pretendían obtener su deliciosa presa.
Como ellos
insistían en flecharlo, él recogía una a una todas ellas.
Luego las llevó
consigo y así darse una forma de rayos luminosos poniéndolas alrededor de su
incandescente disco de oro.
Desde ese
entonces, el sol alumbra nuestro planeta dando luz y vida, día tras día.
Hay veces, como
ésta que buceando en nuestra literatura no solo encontramos una leyenda, si no dos.
Vamos por la
segunda versión.
Dicen que dicen...que
vivían en su humilde maloca una humilde familia guaraní, a orillas del río
Paraná.
Esta familia
estaba compuesta por varios hijos pequeños. Gracias al esfuerzo de sus padres,
los niños crecían sanos y felices pues sus mayores les dedicaban todo tipo de
cuidados.
Había un hijo,
al que nada lo conformaba, siempre estaba requiriendo más y más.
Nunca agradecía
lo que sus padres hacían por él era inconformista por naturaleza y así fue
creciendo.
La familia era
valorada y querida en el entorno, pero el muchacho cuyo nombre era Angaá, como
era su costumbre, solo pensaba en el y obtener riqueza sin importar como las
conseguía.
Su egoísmo le
impedía ver el esfuerzo de sus padres y hermanos, nada de los demás le
importaba y así se los hacía saber.
Su ambición solo
le hacía desear oro y más oro. Cuyo brillo lo había cegado completamente.
Era tan intensa
su sed ambiciosa que no solo escatimaba tiempo en explorar y si era posible,
adueñarse de todo el dorado metal.
De todas maneras,
siempre estaba insatisfecho.
Había veces, que
exponía ante su vista su brillante tesoro y lo veneraba.
Su desmedida
necesidad del valorado metal lo hacía no tener a nadie en cuenta, él había
perdido el respeto por los demás hasta el grado de olvidar al buen Tupá, a quién,
su pueblo veneraba y le atribuían ser la deidad creadora de la luz y el
universo, quien tenía su morada en el Sol como fuente de energía y luz.
Mientras tanto,
y como era de esperarse, Tupá observaba el terrible egoísmo de Angaá, ya no toleraba
más el desdeñoso comportamiento.
Cansado de verlo
amar el oro y el brillo, no aguantó más y le gritó:
-¿quieres oro?, en oro te convertiré-, y fundió el cuerpo
del codicioso Angaá en un pez dorado, siempre hambriento, voraz, al que todo le
resulta poco.