Juan José Salinas,
según publicó "Pájaro
Rojo" testimonió el 18 de diciembre de 2013 con el título "LA NOVELA DE LA RESISTENCIA PERONISTA. Sin árbol, sombra ni abrigo
(fragmento)
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Teodoro Boot
":
"Escribe
Teodoro Boot: Hace 21 años, en la noche del 24 al 25 de diciembre de 1992, el
alma del doctor Jean-Fernand Brierre se trasladó al mundo de los muertos. Lo
hizo sin ayuda de ninguna clase: si bien ocurrió en Haití poco después del
primer derrocamiento del presidente Jean Bertrand Aristide, ya hacía años que
Jean Claude Duvallier se encontraba en el exilio y el Barón Samedi parecía
haber desaparecido del mundo de los vivos.
El doctor Brierre es ocasional y esporádicamente recordado en
Argentina, donde estuvo al frente de la legación diplomática de Haití entre
1954 y 1956. Para no ser menos, nosotros también pretendemos evocarlo con esta
caprichosa edición de algunos fragmentos de la novela Sin árbol, sombra
ni abrigo, que tal vez sea publicada en el próximo año.
Cabe
aclarar que algunos detalles han sido exagerados y/o distorsionados (por
ejemplo, los asilados no fueron alojados en las habitaciones de una
construcción anexa al chalet de la embajada, sino, «por razones de seguridad»,
me puntualizó el suboficial Andrés López, en el mismo chalet en que residía el
embajador) pero en líneas generales el relato se basa en hechos reales.
Sepan
disculpar la extensión: téngase presente que la versión original abarca
muchísimas más páginas. Y, en todo caso, que la lectura no es obligatoria.
JEAN BRIERRE Y LOS
ASILADOS EN LA EMBAJADA DE HAITÍ
Reunión de gabinete en 1956: sobre el margen izquierdo el almirante Rojas y sobre el derecho el teniente general Pedro Eugenio Aramburu.
El general Quaranta
El general Domingo Quaranta
era el jefe del Servicio de Informaciones del Estado que en junio de 1956 a la
cabeza de un grupo armado irrumpiría en la Embajada de Haití, en la localidad
de Vicente López.
Vicente López era el nombre
del autor del Himno Nacional Argentino y no tenía la menor relación con Haití.
Haití, que en lengua taína
significa "montaña en el mar", es el nombre del primer país americano que en un
mismo acto declaró su independencia y abolió la esclavitud.
Con el tiempo, gracias a la
tala indiscriminada de los bosques, la sobre explotación de sus recursos, el
monocultivo y la ayuda internacional, llegó a ser un exótico desierto tropical
en el que las lluvias arrastran periódicamente toneladas de barro de las
laderas de las montañas, sepultando a las casas y sus habitantes. Ostenta
varios récords: el de pobreza, el de mortalidad infantil, el de analfabetismo,
el de enfermos de Sida, y así.
Tampoco nada de esto tiene
la menor relación con el autor del Himno Nacional Argentino ni con la localidad
de Vicente López.
Dos años antes de que el
general Quaranta descubriera que existía en el planeta Tierra algo llamado
Haití, el gobierno de ese país decidió comprar una casa en la localidad de
Vicente López.
El gobierno de Haití no se
dedicaba a las operaciones inmobiliarias: necesitaba esa casa para residencia
de su embajador.
El embajador del país más
pobre de América se disponía a pasar un par de plácidos años en la París del
Plata, capital del que en 1954 era indiscutiblemente el más próspero país
latinoamericano.
El doctor Jean Brierre estaba muy lejos de
imaginar que dos años después daría asilo a siete de los conspiradores
involucrados en el intento de golpe de estado dirigido por el general Juan José
Valle.
El general Juan José Valle (como fondo la ex cárcel de Avenida Las Heras, donde fue fusilado) y el general Raúl Demetrio Tanco.
Ocurrió así: a media tarde
del lunes 11 de junio dos personas golpearon las puertas del chalet de Vicente
López, aprovechando la distracción, el desinterés o acaso la complicidad del
policía de consigna en la vereda de la embajada. Eran el teniente coronel
Alfredo Salinas y el gremialista Efraín García. Habían participado del
levantamiento y solicitaban asilo político. El joven doctor Brierre se los
otorgó de inmediato y sin necesidad de pensarlo mucho: el día anterior, en una
comisaría de Lanús, habían sido ultimados el teniente c
oronel José Albino
Irigoyen, el capitán Jorge Miguel Costales, Dante Hipólito Lugo, Clemente
Braulio Ros, Norberto Ros y Osvaldo Alberto Albedro.
El
Dr. Brierre no lo podía creer y así se lo había dicho a su esposa, Therese: "No
lo puedo creer", pero en francés.
Como
para que el doctor Brierre terminara de creer lo que estaba ocurriendo, esa
misma mañana del lunes 11 eran fusilados en Campo de Mayo los coroneles Eduardo
Alcibíades Cortines y Ricardo Ibazeta, los capitanes Néstor Cano y Eloy Luis
Caro, el teniente primero Jorge Leopoldo Noriega y el teniente músico Néstor
Videla. Pronto le llegarían noticias del fusilamiento en la Penitenciaría
Nacional del sargento músico Luciano Rojas, el sargento ayudante Isauro Costa y
el sargento carpintero Luis Pugnatti.
¿Qué
clase de régimen sería ese, capaz de fusilar músicos y carpinteros? se
preguntaba el doctor Brierre, todavía sin conocer la verdadera cantidad de
muertos, cuando a media tarde dos aterrados conspiradores se presentaron
en la puerta de su casa a solicitar asilo político.
Picha
y Canela
El
coronel Alfredo Salinas y el gremialista Efraín García fueron alojados en las
habitaciones de una construcción anexa al chalet de la embajada de Haití, en la
planta alta de un amplio garaje. Una vez instalados, y mientras llegaban
noticias de los fusilamientos en la Escuela de Mecánica del Ejército, Therese Brierre les facilitó el
teléfono: le costaba poco imaginar el nerviosismo y desesperación de sus
esposas y familiares.
Salinas
se comunicó con su esposa informándole de la novedad. Rápidamente, la esposa de
Salinas habló con las esposas de otros implicados y esa misma noche se fueron
presentando en la embajada los coroneles Fernando González y Agustín Arturo
Digier, el capitán Néstor Bruno, y el suboficial mayor Andrés López.
Juan D. Perón y el suboficial mayor Andrés López y tapa de "Esperenme..."
El
suboficial mayor Andrés López tampoco tenía la menor relación con Vicente
López. Eso era lo que le explicaba al doctor Brierre:
-Soy
suboficial mayor del glorioso ejército argentino. Presté servicios a órdenes
directas del general Perón como encargado del destacamento militar de la
residencia presidencial.
-Sí,
sí -asintió el doctor Brierre-, pero ¿esto?
-Ah -exclamó López dando un tirón a las correas con las que sujetaba a dos pequeños
e inquietos caniches-. Son Picha y Canela. El General los debe estar extrañando
un montón.
El
doctor Brierre no entendía qué debía hacer con los perros.
-Ellos
también tienen derecho al asilo político, insistió López.
Jean
Fernand Brierre era un político, intelectual y diplomático muy seguro de sí
mismo, pero en esos momentos se sentía vacilar y las palabras no acudían a su
boca con la fluidez suficiente como para formar una oración comprensible y
medianamente lógica.
El
inconveniente del doctor Brierre para armar una oración dotada de la mínima
coherencia no estaba en su manejo del idioma castellano sino en su cerebro. El
cerebro del doctor Brierre se encontraba en óptimas condiciones, pero no
conseguía procesar la clase de información que recibía de sus sentidos. La
información que la vista y el oído del doctor Brierre enviaban a su cerebro era
que un suboficial mayor del ejército argentino pedía asilo político para dos
perros caniche.
La
raza es lo de menos, pensó el doctor Brierre, procurando librarse del menor
atisbo de discriminación, mientras trataba de recordar si algún tratado
internacional contemplaba una situación semejante.
-Mi
país le puede dar asilo político -atinó a decir el doctor Brierre mientras en
el franco rostro de López se dibujaba una sonrisa de alivio-... a usted, pero los
perros...
-¿Usted
no tiene chicos? -preguntó sorpresivamente el suboficial mayor López.
-¿Chicos?
-Sí,
hijos chicos.
-Ah -comprendió el embajador Brierre-. Sí, tres.
-Los
perritos son macanudos, ideales para que jueguen los chicos -dijo López con
aire de vendedor de tienda-. Además, están muy bien educados. Imagínese, si son
del General...
-Pero
el derecho de asilo...
-¡Son
los caniches del General! -exclamó López-. Si los descubren los gorilas seguro
que los fusilan.
El
embajador se detuvo, sorprendido. Ese hombre debía estar en lo cierto: un
gobierno que fusilaba músicos, carpinteros y electricistas, era perfectamente
capaz de fusilar perros.
-Pase,
que le voy a tomar los datos -dijo. Y ante la mirada interrogativa de López,
agregó-: Ellos también.
-Fenómeno,
esta es Picha, y este, Canela. Pero se los entrego con una condición -repuso
López ante el boquiabierto embajador, sorprendido de que el refugiado le
pusiera condiciones-: que sus pibes los tengan y jueguen todo lo que quieran,
pero en cuanto sea posible, usted me garantice que se los llevará al General.
El
embajador asintió.
-Los
quiere con locura -añadió López.
Al
día siguiente el doctor Brierre se trasladó a la Cancillería a informar
formalmente el otorgamiento de asilo a los refugiados en la embajada, aunque
absteniéndose de mencionar a Picha y Canela. De regreso, comunicó a los
asilados el resultado de sus gestiones: "Habrá que esperar el salvoconducto
para que les permitan salir del país".
Todos
respiraron aliviados, incluido el embajador, quien pronto se enteraría de que a
las 22.20, después de entregarse para detener la ola de asesinatos, el general
Juan José Valle había sido fusilado en la Penitenciaría de Las Heras. Todo
terminó, se dijo, y volvió a sus ocupaciones habituales.
Pero
no todo había terminado: quince días después, el 28 de junio, Aldo Emil Jofré
aparecería ahorcado en la celda de la Unidad Regional Lanús en la que estaba
detenido desde la noche del 9 de junio.
Las
ocupaciones del doctor Brierre
No
es sencillo imaginar cuáles podrían ser las ocupaciones habituales de un
embajador, pero sí las del doctor Bierre: a sus 47 años Jean-Fernand Brierre era
un veterano militante anticolonialista que con su poesía celebraba el color de
su piel y denunciaba la injerencia norteamericana en Haití.
Ni
Salinas, ni García, ni González, Digier, Bruno o López, ni tampoco el canciller
Podestá Costa, ni el general Aramburu y mucho menos el general Quaranta tenían
la menor idea de que el embajador de Haití, así como lo ven, era, junto a
Nicolás Guillén y Aimé Césaire uno de los grandes poetas caribeños que,
reivindicando su herencia africana, se proponían recuperar la dignidad
escamoteada a los afrodescendientes, sometidos durante siglos a la esclavitud,
el desprecio y la discriminación.
Mural en "Cueva de las maravillas, República Dominicana. Retorno a los originarios tahínos que encontró Colón en 1492.
Tapa del libro de Aimé Césair (1939). Retorno a los orígenes africanos.
Autor de Chansons Secrètes, Black Soul y Les
Aïeules, mientras los refugiados se distraían con alguna partida de truco,
en su amplio despacho Jean-Fernand Brierre corregía las pruebas de galera
de La Source, que sería publicado ese mismo año y es considerada
una de las más altas expresiones de la poesía del Caribe.
Fue
así que mientras el doctor Brierre corregía las pruebas de galera de La
Source, y los asilados llevaban ya dos días jugando al truco y se
interrogaban sobre su futuro, en la madrugada del jueves llegó a las puertas de
la embajada un hombre de aspecto fatigado, mediana edad y mediana
estatura, enfundado en un sobretodo gris. Tras saludar al todavía solitario
vigilante de consigna y tocó el timbre del chalet de Vicente López.
"¡Qué
de haitianos hay en este barrio!", se sorprendió el agente de facción,
preguntándose qué clase de país sería Haití. Debía estar en Norteamérica,
porque el que más veces entraba y salía era todavía más negro que Archie Moore,
el campeón mundial de los mediopesados que se encamaba con el que te dije.
Como
todos ustedes saben, también los policías tenían prohibido pronunciar el nombre
de Perón, aunque para ser exactos, lo que no podían pronunciar era el apellido,
porque cualquiera podía decir Juan gozando de la más completa libertad de
opinión.
Dos personajes de la "revolución fusiladora" de 1955: El general Arturo Ossorio Arana y el capitán de navío Francisco Manrique. Los dos estuvieron involucrados en la desaparición del cadáver de Eva Perón y en la más cruda represión de peronistas.
Decir
Juan Domingo era otro cantar, y ya nadie se animaba a presentarse en el
registro civil para anotar a un Juan Domingo. Le podrían aplicar el 4161.
Visto
el decreto 3855/55 por el cual se disolvía el Partido Peronista en sus dos
ramas en virtud de su desempeño y su vocación liberticida, y considerando que
en su existencia política, actuando como instrumento del régimen depuesto, se
valió de una intensa propaganda destinada a engañar la conciencia ciudadana
para lo cual creó imágenes, símbolos, signos y expresiones significativas,
doctrinas, artículos y obras artísticas, el decreto ley 4161 procedió a penar
con prisión de un mes a seis años y multa de quinientos a un millón de pesos la
utilización de las imágenes, símbolos, signos, expresiones significativas,
etcétera, etcétera.
El
decreto 4161 no decía nada acerca de anotar como Juan Domingo a un recién
nacido, pero convenía cuidarse en salud. De manera que a los Juanes Domingo se
les decía simplemente "Juan", aunque no faltaban los liberticidas que,
desafiantes, los llamaran familiarmente "Pocho".
Cuando
en la madrugada del jueves 14 se presentó en las puertas de la embajada un
hombre de mediana estatura y aspecto cansado, el agente de facción que también
tenía prohibido decir Perón, no podía saber que se trataba del general
liberticida Raúl Demetrio Tanco, que había esquivado casi milagrosamente el
cerco de las fuerzas desplegadas por el gobierno para detenerlo. Era, en ese
momento, el insurrecto más buscado del país.
Una
habitación para el general
Al
comprobar que el movimiento revolucionario había fracasado, mientras Valle se
refugiaba en el domicilio de su amigo Andrés Gabrielli, en pleno centro
porteño, Tanco se había dirigido a Berisso, a casa de Alberto Prodia, quien
coordinaba en esa ciudad los grupos civiles de apoyo a la sublevación. Ahí, por
boca de Prodia, se enteró de los primeros fusilamientos.
¿Y
ahora qué mierda hago?, se preguntó Tanco, solo y aislado en la barriada
obrera, donde había conseguido cobijo y comida pero donde también pronto sería
descubierto. Poco le costó comprobar cuál era el destino que le tenían
reservado sus ex compañeros de armas.
¿Y
ahora qué mierda hago?, se repetía el general.
El
que sabía qué hacer era un periodista, escritor y viejo agitador político que
había tenido que buscar refugio en el Uruguay. Se presentó en el hotel Bristol
de Montevideo con un acompañante.
-Vengo
a reservar una habitación -dijo-. Para mí y para el general Tanco.
-¿Su
nombre?
-Soy
el doctor Arturo Jauretche. Y el señor es el general Raúl Demetrio Tanco -insistió-, de nacionalidad argentina.
La
noticia de que Tanco había conseguido escapar al Uruguay y se alojaba en el
hotel Bristol de Montevideo cruzó muy rápidamente de una orilla a la otra y
desconcertó a los organismos encargados de capturar al escurridizo general.
Excepto
la Dirección General Impositiva y Obras Sanitarias de la Nación, los organismos
abocados a capturar al escurridizo general eran casi todos los del Estado, empezando
por la policía de la Provincia de Buenos Aires, dirigida por el coronel
Desiderio Fernández Suárez, quien a las once de la noche del 9 de junio, dos
horas antes de que entrara en vigencia la Ley Marcial, había detenido
personalmente a una docena de hombres y ordenó ametrallarlos en un descampado
de José León Suárez por considerarlos cómplices de Tanco.
Los
agentes de la SIDE, que habían tenido el infortunio de estar presentes,
soportaban el estallido de ira del general Quaranta al enterarse de que Tanco
se había alojado en el hotel Bristol de Montevideo. Mientras, el verdadero
Tanco, enfundado en un sobretodo gris, tomaba en la estación de La Plata un
tren con destino a Constitución.
Eran
poco más de las 22 horas. En ese momento, a 50 kilómetros de ahí, en el patio
de la Penitenciaría Nacional, el general Valle caía abatido por las balas del
pelotón de descompuestos infantes de marina encargados de fusilarlo. Había
rechazado con desprecio el capote militar que le ofrecieron y enfrentó al
pelotón cubierto por el sobretodo de su amigo Carlos Rovira.
Tanco
llegó sin inconvenientes a Constitución, donde tomó el 60 que lo llevaría a
Vicente López. En la madrugada del jueves, tras caminar desde la avenida Maipú,
se presentó en las puertas de la embajada de Haití.
Raúl
Tanco sabía tan poco de Haití y de su embajador como cualquier otro, y si se
arriesgó a viajar desde La Plata, atravesando después toda la ciudad,
esperanzado en encontrar refugio en la embajada de ese pequeño país, fue porque
también él estaba en contacto con las aterradas esposas y familiares de los
demás refugiados.
También
debían estarlo los servicios de inteligencia.
Poco
después de que Tanco ingresara a la residencia, ésta fue rodeada por fuerzas
policiales que impedían el paso de vehículos y peatones. En su estudio, el
doctor Jean Fernand Brierre era continuamente sobresaltado por el teléfono que
no dejaba de sonar.
Una
y otra vez, del otro lado de la línea, una voz amenazante preguntaba por el
hijo de puta de Tanco, así, como lo oyen.
Por
la tarde, Brierre pidió a su chofer que preparara el automóvil para llevarlo
hacia Buenos Aires; debía presentarse en la Cancillería para agregar el nombre
de Raúl Tanco a la lista de asilados políticos. Apenas traspuso las rejas que
franqueaban el amplio jardín, advirtió que las fuerzas policiales habían
desaparecido. Lejos de tranquilizarlo, el descubrimiento lo llenó de inquietud:
también había desaparecido la custodia habitual.
No
tenía objeto volver atrás. ¿Qué podía hacer, fuera de reclamar a la Cancillería
por el retiro de la custodia? Protestaría personalmente. Y no podía demorar
mucho más en agregar a la lista de asilados el nombre de Tanco.
Tanco.
Nada menos, se dijo el embajador Brierre.
Nada
menos
¡Tanco! ¡Nada menos!,
exclamó el general Quaranta.
El general Domingo Quaranta
tenía un cerebro de peso standard y volumen aparentemente normal, que no
funcionaba con normalidad. Convocó a un grupo de sus hombres e irrumpió en la delegación diplomática de Haití en momentos en que, en el Palacio San Martín, el
embajador comunicaba que también el señor Raúl Demetrio Tanco, de profesión,
militar, se encontraba asilado por el gobierno de Haití.
El grupo de agentes de la
SIDE se dirigió directamente a la construcción anexa a la residencia del doctor
Brierre y sacó violentamente a los refugiados de las habitaciones que ocupaban
sobre el garaje. Las barajas quedaron desparramadas por el piso.
-Pero la puta que lo parió -bufó García. Había recibido 32 de mano.
A los empujones, el
contrariado García, los coroneles Salinas, González y Digier, el capitán Bruno,
el suboficial López y el general Raúl Tanco fueron llevados hasta la calle y
alineados en la vereda, de espaldas al muro de ladrillos de la embajada, y
obligados a colocar las manos en sus nucas. Tres de los veinte hombres con que
Quaranta había realizado el inusual procedimiento se apostaban en medio de la
vereda, con sus metralletas en la cintura, listos a descargar sus ráfagas sobre
los detenidos.
-Tanco -murmuraba el
sonriente general Quaranta-. Ahora vas a ir a hacerle revoluciones a san Pedro.
Su deficiente cerebro
estaba enviando señales eléctricas al general Domingo Quaranta.
Las señales decían:
fusílelos acá mismo.
"Acá mismo" era la embajada
de Haití.
Los agentes de la SIDE
apuntaron sus metralletas, pero
Therese Brierre, esposa del embajador, irrumpió a
los gritos, tratando de librar a Domingo Quaranta de las señales eléctricas de
su deficiente cerebro.
-Antes tendrán que matarme a mí -exclamó la mujer interponiéndose entre
los refugiados y las bocas de las metralletas.
El general Domingo Quaranta la apartó de un empujón.
-¡Callate, negra hija de puta! -dijo.
Si
la Revolución Libertadora había sido hecha para que el hijo del barrendero
fuera barrendero y los suboficiales siguieran siendo suboficiales y no
pretendieran dar órdenes a los oficiales, era de sentido común que los negros
debían seguir siendo negros, y no embajadores.
El
tumulto llamó la atención de transeúntes y vecinos.
-Vamos
a la esquina -ordenó Quaranta.
Con
las manos entrelazadas detrás de la nuca, los detenidos caminaron en fila india
hacia la esquina rodeados de los agentes, ante las miradas de vecinos y
curiosos. De haber conocido el barrio, Quaranta habría llevado a los hombres
hacia la menos transitada esquina opuesta, donde podría haberlos ametrallado con
comodidad, pero nadie puede saberlo todo, y menos que nadie, el jefe de la
Secretaría de Informaciones del Estado.
Apenas
llegados a la esquina, Quaranta ordenó a los detenidos colocarse contra la
ochava. Un par de ráfagas, y listo el pollo, se dijo, cuando un colectivo se
detuvo en medio de la calle. El chofer no podía apartar su vista de las
ametralladoras de los agentes de la SIDE, de la hilera de hombres con las manos
sobre sus cabezas y del grupo de vecinos que aguardaba a prudente distancia,
sobre la calle Monasterio. No podía ver el chisporroteo que sus deterioradas
terminales nerviosas provocaban en el cerebro del general Quaranta, pero sí
podía ver al general, forcejeando en la vereda con una mujer negra.
Negra
de mierda
El
general Quaranta no llevaba uniforme, por lo que el chofer del colectivo no
podía saber que se trataba de un general, pero Therese Brierre era
ostensiblemente negra. Una mujer negra, alta y elegante forcejeando en la
vereda con un hombre de aspecto desquiciado ante un público compuesto de
vecinos, transeúntes y hombres armados, tenía que llamar la atención de
cualquiera. Curiosamente, pensó el chofer, los siete hombres alineados sobre la
ochava parecían indiferentes al tumulto y permanecían con las manos sobre sus
cabezas. El chofer demoró pocos segundos en asociar esa imagen con los
fusilamientos que se habían sucedido en los días anteriores.
-Los
van a fusilar -gritó, sorprendido y a la vez excitado. No todos los días era
posible ver un fusilamiento.
Desde
que el 1 de febrero de 1931, cuando los anarquistas Severino Di Giovani y
Paulino Scarfó habían caído muertos en el patio de la Penitenciaría Nacional,
no había tenido lugar en el país ninguna clase de fusilamiento. Pero en esos
días de junio, no se hablaba de otra cosa.
-La
puta que lo parió -seguía bufando García-. Tenía 32 de mano.
A su
lado, López sonrió:
-Te
salvaste. Yo ligué un siete y un seis de espadas.
-Siempre
el mismo mentiroso.
-¡Cállense! -gritó Quaranta, apartando una vez más de su lado a Therese Brierre. Al hacerlo,
giró a medias y su mirada se cruzó con la del boquiabierto chofer del
colectivo. Sobresaltado por el brillo enloquecido de los ojos de Quaranta, el
chofer colocó primera. Quaranta lo encañonó con su pistola reglamentaria.
-¡Alto! -gritó. Y rápidamente agregó, dirigiéndose a uno de sus agentes- Incaute ya
mismo ese colectivo. Nos llevamos a los insurrectos a otro lado.
Algunos
agentes bajaron sin contemplaciones a los pasajeros mientras los detenidos,
encañonados por las ametralladoras, subían por la puerta delantera.
El
grupo de vecinos se acercaba más y más. Su presencia intimidaba a Quaranta,
quien, en prueba de que no había perdido del todo la cordura, creía
contraproducente fusilar a los insurrectos en plena calle y ante tantos
testigos.
-Vamos -ordenó Quaranta.
Debido
al nerviosismo, el chofer desembragó con brusquedad, el colectivo dio un salto
hacia adelante y Quaranta estuvo a punto de caer al piso. Se aferró con su mano
izquierda al parante detrás del asiento del chofer, al que no dejaba de
encañonar con su pistola reglamentaria.
Los
hombres y en especial las mujeres del vecindario habían rodeado el colectivo,
al que golpeaban con furia.
El
rostro de Bruno se ensombreció. Estaba sentado junto a una ventanilla, a la que
había abierto apenas, para dejar entrar un poco de aire.
-¿Qué
dicen? -preguntó Salinas a su lado.
-Piden
que nos fusilen -susurró Bruno.
Ajeno
a la popularidad que hubiera tenido el ametrallamiento de los detenidos, prueba
de que las gentes distinguidas sí habían perdido completamente la cordura,
Quaranta urgía al chofer a alejarse del lugar.
-Vamos,
siga para allá.
Varios
asientos más atrás, López protestó.
-Nos
llevan para el río. Estos hijos de puta nos van a fusilar en la costa.
García
cerró los ojos y suspiró.
-Está
cortada en Libertador -dijo el chofer que, como López, parecía leer la mente
del general Quaranta.
Todo
parecía planeado por el mismo diablo peronista para que Quaranta no pudiera
cumplir su cometido.
-Vuelva
atrás -ordenó al chofer-. Vamos a la capital.
Al
llegar a Madero, el colectivo dobló a la izquierda, volvió a doblar en Arenales
y subió hacia Maipú.
En
la vereda de la embajada, Therese Brierre continuaba gritando, rodeada por los
vecinos.
- Les salauds! Ils les ont pris pour les tuer! Sans parler du viol de la
souveraineté d`Haïti!
-exclamó antes de entrar corriendo en la
residencia, desde donde se comunicaría con el Ministerio de Relaciones
Exteriores de su país, denunciando la violación a la soberanía de Haití a las
agencias periodísticas internacionales.
-Negra
de mierda -gritaban los elegantes y educados vecinos y vecinas de Vicente
López.
El
colectivo comandado por Quaranta cruzó por Puente Saavedra y siguió por Cabildo
en dirección al centro. Al llegar a Dorrego, dobló hacia Luis María Campos y
entró por una puerta lateral al Regimiento 1, deteniéndose en la sala de
guardia, donde los detenidos fueron debidamente identificados.
-Ponga
sus pertenencias en un sobre -dijo el oficial de guardia al general Raúl Tanco.
Tanco
le dio su billetera, unos pocos billetes, un par de monedas y su pañuelo.
-El
cinturón -exige el oficial.
Tanco
se saca el cinturón, que junto a sus restantes pertenencias, son metidas en el
sobre. El oficial toma una lapicera y escribe. Tanco alcanza a leer:
"Pertenencias
de quien en vida fuera el general Raúl Tanco".
Me deja helado
El ministro de Relaciones
Exteriores era
Luis Alberto Podestá Costa, un almibarado
especialista en Derecho Internacional que no podía creer que veía lo que veía
ni oía lo que oía.
Lo
que veía era al embajador Brierre, y no era que lo creyera una alucinación. Si
bien había asumido su cargo hacía pocos meses, Podestá Costa ya había visto en
varias oportunidades al embajador de Haití sin jamás creerlo una alucinación.
Claro que nunca antes el doctor Brierre había golpeado el escritorio del doctor
Podestá Costa.
El canciller de "la fusiladora" Podestá Costa y el embajador de Haití Jean Fernan Brierre
El
doctor Podestá Costa no estaba acostumbrado a que le golpearan el escritorio
pero no era eso lo que lo llevaba a creer al indignado doctor Brierre un
producto fantástico de su imaginación. Era lo que el doctor Brierre decía.
Haití es un pequeño país
maltratado por la historia, el desvalido chivo emisario de un misterioso pecado
original latinoamericano, un insignificante flato en el concierto de las
naciones.
-No
porque Haití sea una nación pequeña va a permitir semejante atropello -exclamó
Jean Brierre ante el desconcertado canciller Luis Alberto Podestá Costa-. Los
pequeños países deben ser respetados en forma escrupulosa justamente porque son
pequeños, para que el derecho sea un imperativo moral y no de fuerza.
El
doctor Podestá Costa no tenía dificultades en escuchar lo que decía el doctor
Brierre, pues éste usaba un tono de voz unos cuantos decibeles por encima de
los niveles diplomáticos recomendados. Tampoco tenía dificultades para
interpretarlo, pues el castellano del doctor Brierre era sorprendentemente
bueno y, en todo caso, Podestá Costa hablaba el francés como el mejor
catedrático de la Sorbona. Simplemente, el doctor Luis Alberto Podestá Costa
estaba incapacitado de creer que el embajador Jean Brierre le estuviese
diciendo lo que le estaba diciendo.
-Me
deja helado -murmuró el doctor Luis Alberto Podestá Costa-. Nunca pensé que
llegarían tan lejos.
El
doctor Luis Alberto Podestá Costa se comunicó de inmediato con el general
Aramburu y lo dejó helado.
Así
lo admitió el propio general Aramburu, aunque se abstuvo de completar la cita:
nadie llegaría más lejos que él mismo.
Treinta
y un fusilados en dos días es un record difícil de igualar.
Más
no se podía hacer
En
el regimiento 1, los siete
prisioneros,
ateridos de frío en el largo banco de madera de la guardia, se incorporaron
lentamente. Tanco caminaba con dificultad, sujetándose los pantalones. Fue el
único que debió entregar el cinturón.
-Ta que los parió -murmuró,
seguro de que se lo habían quitado para humillarlo-. Si me pongo firme frente
al pelotón, con los brazos al costado y sacando pecho, para que vean cómo muere
un general de la nación, voy a terminar fusilado en calzoncillos.
Morir en calzoncillo no es
un buen final para la vida de un militar, un digno corolario de una carrera tan
limpia como la suya. Era eso justamente lo que no le perdonaban: nada tenían
contra él, más que su adhesión desinteresada al movimiento liberticida, que era
más adhesión a la ley y a la Constitución que a las ideas de ningún partido
político. Al menos, no se había dedicado a chuparle las medias a nadie con tal
de ser condecorado con una medalla de la lealtad por el mismísimo Tirano
Prófugo, como hicieron Aramburu y Rojas.
Morir en calzoncillos,
pensó con un estremecimiento al recordar que llevaba cuatro días y cuatro
noches con la misma ropa interior.
El general Tanco se apoyó
contra la pared del patio junto a sus compañeros. Era la tercera vez en el día
que se aprestaban a fusilarlos. Sin embargo, tampoco en esa oportunidad llegó
la orden, y no porque al general Quaranta le faltaran ganas. Hasta un cerebro
de tan deficiente funcionamiento como el del general Quaranta podía comprender
que no tenía autoridad para ordenar el fusilamiento de nadie dentro del regimiento
y comenzó a pensar si no hubiera sido conveniente cerrarle la boca de un
cachetazo a esa negra de mierda y acabar de una buena vez con el asunto en la
vereda misma de la embajada.
El general Quaranta se
salía de la vaina, pero quienes pronto habrían sido en vida Tanco, Salinas,
García, Digier, González, Bruno y el hinchapelotas de López seguían de pie,
apoyados contra la pared del patio. Una pared que parecía haber sido construida
con el específico propósito de fusilarlos.
Dos soldados a cargo de un
suboficial custodiaban a los detenidos. Y de paso al general Quaranta.
Una azarosa combinación de
sustancias químicas permitió que el cerebro del general Quaranta hiciera un
razonamiento. El razonamiento fue: "Algo pasa, si no llega la orden, ninguna orden".
En la oficina de guardia
retiró el papel en el constaba la entrega de los prisioneros y subió al
colectivo. El chofer, ya aterrado por los veinte agentes de la SIDE armados de
ametralladoras con los que había compartido la espera, estuvo al borde de una
crisis cardíaca cuando el general Quaranta volvió a trepar al colectivo.
-A Plaza de Mayo.
El chofer abrió la boca.
-¿A Plaza de Mayo? -repitió
con un hilo de voz.
-Afirmativo -contestó
Quaranta.
-Pero eso...
Silenciado por la mirada
del general Quaranta, el chofer puso en marcha el vehículo. "A qué mierda
querrá ir a Plaza de Mayo", pensó.
El general Quaranta no se
dirigía a Plaza de Mayo a tomar el poder con sus veinte agentes armados de
ametralladoras, ni tampoco a ver al presidente. A esas horas, el presidente
debía dormir. El presidente había dormido mucho en esos últimos días.
El general Quaranta iba a
sus oficinas a aguardar el desarrollo de los acontecimientos. Había detenido al
hombre más buscado del país y lo había entregado en una unidad del ejército.
-Más no puedo hacer -dijo
Quaranta.
El chofer hizo como que no
lo había oído.
¿Se volvieron locos?
En la medianoche del 14 de
junio, los detenidos llevaban varias horas contra la pared del patio contiguo a
la guardia del regimiento de Patricios. Para Tanco, especialmente, el día había
sido demasiado largo y agotador. Sintió que sus piernas ya no lo sostendrían
por mucho tiempo. Además, hacía frío y tenía la mano casi congelada de sostener
los pantalones por la cintura.
El oficial de servicio se
asomó al patio:
-Sargento, traiga a los
prisioneros.
Los detenidos giraron hacia
la izquierda y en el orden en que estaban, caminaron hacia la guardia.
Encabezaba la fila el sindicalista Efraín García.
-El negro -dijo García no
bien pisó la guardia. Instintivamente se había detenido, por una fracción de
segundo y López casi se lo llevó por delante.
-¿Qué hacés? Caminá.
-El negro -repitió García.
En medio de la sala de
guardia, flanqueado por
el subsecretario de Relaciones Exteriores, el jefe
de Ceremonial del Estado, el general Loza y el teniente coronel Clifton
Goldner, el embajador Jean Brierre aguardaba a sus refugiados.
-Le
hacemos formalmente entrega de los asilados -dijo con impostada solemnidad el
subsecretario.
El
doctor Brierre no contestó. Era un caballero y un representante diplomático.
Hubiera estado fuera de lugar mandar a la mierda a un alto funcionario de la
cancillería argentina.
López
se plantó delante del embajador Brierre y se cuadró como si el embajador Brierre
fuese el mismísimo general Perón.
-Lamento
no haber podido cumplir con el compromiso que contraje con su país -dijo con voz
fuerte y clara.
¿Qué
compromiso?, se preguntó el embajador, pero temiendo que López tuviera más
perros que asilar, no preguntó nada y lo miró interrogativamente.
-Al
solicitar asilo político me comprometí con el gobierno de Haití a no hacer
declaraciones -explicó López.
Los
demás detenidos asintieron.
-Nos
interrogaron y nos hicieron firmar.
Brierre
abrió muy grandes los ojos y se volvió hacia el subsecretario de Relaciones
Exteriores. La intervención del coronel González lo dejó con la palabra en la
boca.
El
coronel González sacó pecho:
-Lo
único que declaré es que estoy bajo la protección del gobierno de Haití. Y me
negué a firmar cualquier papel.
-Es
cierto, no firmó nada -confirmó López, que había adquirido cierta familiaridad
con el embajador y ya se sentía asistente suyo. En cualquier momento le
organizaría la custodia de la embajada.
El
embajador seguía escuchando. Al fin alcanzó a cerrar la boca y se volvió hacia
el subsecretario de Relaciones Exteriores:
-Lo
que han hecho constituye una inadmisible violación del derecho de asilo.
Entrégueme ya mismo esas declaraciones.
El
subsecretario de Relaciones Exteriores miró al jefe de Ceremonial del Estado.
Si esperaba una respuesta, un consejo o una directiva, el desconcertado
subsecretario no la conseguiría: el jefe de Ceremonial del Estado no podía
ordenarle nada pues era su subordinado.
Desolado,
el subsecretario recordó el salto en el asiento que había dado el canciller
Luis Alberto Podestá Costa al recibir la llamada del embajador de los Estados
Unidos.
El
embajador de los Estados Unidos ya no era Spruille Braden sino Willard L.
Beaulac, quien la semana anterior había reemplazado al frente de la legación a
Albert F. Nufer.
-¿Se
volvieron locos? preguntó el embajador Beaulac, a quien en su azoramiento el
canciller Podestá Costa confundió con Nufer.
Los
únicos privilegiados
El
año anterior, a las 10 de la mañana del 16 de junio de 1955, poco antes de que
el Beechcraft AT-11 piloteado por el capitán de fragata Néstor Noriega lanzara
la primera bomba sobre Plaza de Mayo, el embajador Albert F. Nufer se había
presentado en Casa de Gobierno para hacer entrega al presidente argentino de un
obsequio del presidente norteamericano Dwight Eisenhower: dos revólveres,
reliquias de la guerra de secesión.
Los
revólveres de la guerra de secesión eran de acción simple y sus cañones
carecían de estrías, por lo que afinar la puntería más allá de los 20 metros
era casi como encomendarse a Dios; aun de encontrarse en perfectas condiciones
de uso, no le habrían sido de ninguna utilidad a Perón para repeler a los
veinte monomotores biplaza North American AT-6, los seis bimotores de
observación y bombardeo Beechcraft AT-11 y los tres bombarderos anfibios
Catalina con los que la Marina de Guerra intentaba matarlo bombardeando la
Plaza de Mayo.
De
todas formas, el canciller Luis Alberto Podestá Costa estaba convencido de que
el embajador Albert F. Nufer también era peronista, pero siendo el embajador de
los Estados Unidos, era perfectamente lógico que al creer estar escuchando su
voz diera un salto en el asiento.
-¿Se
volvieron locos? -había preguntado el embajador Beaulac con la voz del
embajador peronista Albert F. Nufer, justo en el mismo momento en que el
embajador peronista Jean Brierre golpeaba la tapa de su escritorio formulándole
la misma pregunta.
Embajador norteamericano Beaulac: "¿se volvieron locos?" y socialista Américo (¿norteamérico?) Ghioldi
Con
aire abatido, el subsecretario de Relaciones Exteriores exhaló un profundo
suspiro.
-Entregue
al señor embajador las declaraciones de estos siete individuos -dijo al general
Loza.
-Yo
me negué a declarar -insistió el coronel González-. Y no firmé nada.
-De
estos seis individuos -corrigió el desconsolado subsecretario de Relaciones
Exteriores.
El
general Loza reprimió su deseo de vaciar el cargador de su pistola Ballester
Molina sobre el embajador de Haití, el subsecretario de Relaciones Exteriores,
el jefe de Ceremonial del Estado y los siete insurrectos, incluido el que no
había firmado nada, y ordenó al teniente coronel Clifton Goldner que trajera
las declaraciones. El teniente coronel Clifton Goldner se lo ordenó al oficial
de guardia, el oficial de guardia repitió la orden al sargento de guardia,
quien la repitió al cabo, el cabo a un soldado y así sucesivamente hasta que,
de regreso y escalando escrupulosamente la línea de mando, las declaraciones de
los insurrectos llegaron a manos del embajador Jean Brierre.
El
embajador Jean Brierre tomó los papeles entre los largos dedos de su mano derecha
y con la izquierda procedió a rasgarlos en forma vertical. Los dobló a
continuación en dos y siempre con la mayor parsimonia y ostentación los metió
en el bolsillo derecho de su saco.
-Suban
a los automóviles de la embajada -dijo a continuación.
Precavido,
a fin de poder trasladar a todos los asilados, el embajador había concurrido
acompañado de su secretario privado, quien llevaba su propio automóvil.
-Antes,
que nos devuelvan las cosas -reclamó Tanco, que seguía sujetándose los
pantalones con una mano.
-Señor
embajador -susurró meloso, ajeno al reclamo de Tanco, el subsecretario de
Relaciones Exteriores-, le recuerdo que únicamente su automóvil tiene inmunidad
diplomática.
El
suboficial de guardia retiró los sobres de un armario y fue entregando los contenidos
a cada uno de los interesados.
-El
gobierno argentino -proseguía diciendo el subsecretario de Relaciones
Exteriores- no puede garantizar la seguridad de quienes viajen en el automóvil
de su secretario particular.
López
miró con sospecha al secretario del embajador mientras el suboficial de guardia
le entregaba sus pertenencias al general Tanco.
-Démelas
con el sobre -dijo Tanco con aire distraído.
El
suboficial estuvo a punto de obedecer el pedido del general que, tras tantos
años de vida militar, había sonado a orden, pero lo pensó a tiempo. Retiró el
contenido del sobre, entre el que se encontraba el ansiado cinturón, sonrió con
picardía y tiró al cesto de la basura el sobre que había contenido las
pertenencias "de quien en vida fuera el general Raúl Tanco".
Los asilados se dirigieron
hacia el Cadillac de la embajada seguidos del embajador, quien continuaba
flanqueado por el subsecretario
de Relaciones Exteriores y el jefe de
Ceremonial del Estado. Al llegar al automóvil, se produjo un momento de confusión.
El vehículo era amplio, pero ellos eran siete, sin contar al chofer y al propio
embajador.
El
chofer abrió la puerta trasera para dar paso al embajador. Tras él lo hicieron
García, Salinas, Bruno y González, mientras Digier, López y Tanco se ubicaban
en el asiento delantero.
Atrás,
González no terminaba de subir ni, mucho menos, de cerrar la puerta.
-Che,
córranse un poco -dijo González.
Los
demás se apretujaron lo más posible, pero recién cuando García se sentó en las
rodillas del embajador, González pudo cerrar la puerta.
Mientras
el automóvil salía del cuartel y tomaba por Dorrego, solitaria y en penumbras,
todos se mantuvieron en silencio, casi conteniendo la respiración. Al llegar a
Avenida Libertador el Cadillac dobló a la izquierda y avanzó a toda velocidad.
Estaban ya en marcha rumbo a Vicente López, sin haber sufrido ningún
inconveniente.
López,
sentado sobre las piernas de Tanco, se dio vuelta y miró a García, subido a las
huesudas rodillas del doctor Brierre.
-Ya
decía yo que en el peronismo los únicos privilegiados eran los sindicalistas.
Climas
acordes con su organismo
Por
consejo del embajador Brierre, los salvoconductos de los asilados no fueron
expedidos para que se dirigieran a la cada vez más empobrecida República de
Haití sino a Venezuela que, por entonces, disfrutaba de bastante prosperidad
debido al alza de los precios del petróleo.
Naturalmente,
el embajador se abstuvo de pedir los salvoconductos para Picha y Canela, pero
tiempo después se ocuparía de llevarlos personalmente hasta Caracas, una vez
que se viera obligado a abandonar la legación diplomática de Haití en Buenos
Aires.
Debido
a su decidida intervención a favor del derecho de asilo, que salvó la vida de
los refugiados, Jean Fernand Brierre fue declarado persona no grata por el
presidente Pedro Eugenio Aramburu, el vicepresidente Isaac Francisco Rojas y el
canciller Luis Alberto Podestá Costa, y tuvo que abandonar el país.
Por
su parte, el embajador estadounidense Willard L. Beaulac, que había bregado por
el respeto al derecho de asilo con casi tanta vehemencia como Brierre, no
sufrió ninguna clase de represalia.
-El
peronista era el otro -explicó Luis Alberto Podestá Costa aludiendo al ex
embajador Albert F. Nufer. El presidente Aramburu y el vicepresidente Rojas
asintieron con gesto de comprensión: hasta donde sabían el embajador Williard
L. Beaulac no había sido objetado por el periódico La Vanguardia.
Desde
1896 La Vanguardia era el órgano oficial del Partido Socialista. A través de
los años había sido dirigido por Juan B. Justo, Nicolás Repetto, Enrique Del
Valle Iberlucea, Mario Bravo, etcétera, etcétera.
A
partir de su reaparición el día 20 de octubre de 1955, luego de ser clausurado
por el Tirano Prófugo, había asumido la dirección Américo Ghioldi.
Desde
las páginas de La Vanguardia Américo Ghioldi se convirtió en el campeón de la
Revolución Libertadora, pero no era el único socialista empeñado en la defensa
a ultranza del nuevo régimen: el socialista Alfredo Palacios había sido
designado embajador en Uruguay, José Luis Romero era interventor en la
Universidad de Buenos Aires, Rómulo Bogliolo integraba el Directorio del Banco
Central, Leopoldo Portnoy era director nacional de Política Económica y
Financiera, Arturo L. Ravina secretario de Economía y Finanzas de la Municipalidad
de Buenos Aires, Andrés Justo administrador de Transportes de Buenos Aires,
Andrés López Acotto, director de Vigilancia de Precios de la Provincia de
Buenos Aires, Carlos Sánchez Viamonte, miembro de la Comisión de Estudios
Constitucionales designada por el gobierno para anular la Constitución, Nicolás
Repetto, Ramón Muñiz, Alicia Moreau de Justo, nada menos que compañera
sentimental del Fundador, y el propio Américo Ghioldi, integraban la Junta
Consultiva Nacional, organismo asesor del gobierno militar presidido por el
vicepresidente Isaac Francisco Rojas.
Y
así.
Los
socialistas en general y Américo Ghioldi en particular, convencidos de que la
letra con sangre entra, celebraban el agotamiento de la leche de la clemencia
cuando vino a aparecer el embajador de un país intrascendente a arruinarles el
escarmiento.
En
el editorial de La Vanguardia del 16 de junio Américo Ghioldi se congratulaba
de la generosidad del gobierno argentino, que había tenido la deferencia de
entregar al impertinente embajador de Haití a los insurrectos arrestados en la
casa particular del embajador no obstante, escribió el director, "no tener
signo exterior que lo identificara como una sede que goza de los derechos de
extraterritorialidad", ya que Jean Brierre "se había mudado hacía pocos días" y
que a pesar de todo el gobierno había hecho entrega de los detenidos,
"incluyendo el general Tanco", se escandalizó Ghioldi, "a quien seguramente le
correspondía la aplicación de la pena de muerte".
Al
indignado embajador Brierre le costó poco demostrar la falsedad de las
afirmaciones de La Vanguardia: vivía en la residencia de la calle Monasterio
desde hacía dos años, la casa tenía visibles en su frente el escudo y la
bandera de Haití, lo que hacía inverosímil "que los asaltantes que invadieron
mi casa fuertemente armados para cumplir su vandálico acto pudiesen ignorar que
estaban violando una sede diplomática".
La
desfachatez del negro hijo de puta indignó a Américo Ghioldi, que contestó la
nota señalando que el embajador "es un conspicuo admirador de Juan Domingo
Perón y de Eva Perón y que el chalet donde funciona la embajada se lo alquiló a
un peronista prófugo en la actualidad, hombre que ha andado en negocios con los
primates del peronismo".
En
obvia sintonía ideológica con Domingo Quaranta, Américo Ghioldi acabó
alegrándose de que "la esposa y un hijo del embajador, a quienes no les sienta
bien nuestra ciudad, se ausentan en estos días del país rumbo a climas cálidos
acordes a su organismo".
Cuando
el 19 de julio el embajador abandonaba definitivamente nuestro país, Américo
Ghioldi anunció exultante que "a los argentinos libres no les sienta bien la
presencia del embajador Brierre, cuyas actividades y juicios peronistas hemos
puntualizado en un comentario reciente. De modo pues que todos saldremos
ganando con el viaje del embajador".
Pocos
días después, un sonriente suboficial López recibía en Caracas a Picha y
Canela, los caniches del General. Los había llevado personalmente el doctor
Brierre.
Juan Perón en el exilio: con uno de sus caniches, ex asilado político en la Embajada de Haití y con compañeros argentinos (y la foto de Evita) en Santo Domingo.
López
abrazó efusivamente al embajador.
-No
sabe lo agradecido que le estoy -con lágrimas en los ojos, López se cuadró-. La
República de Haití, a la que le debo la vida, puede contar conmigo en cualquier
circunstancia. Doctor Brierre, desde ya, estoy a su disposición.
Por
un momento, Jean Brierre pensó si la experiencia del suboficial argentino no
sería valiosa para el pueblo haitiano, empeñado en una nueva lucha contra una
nueva dictadura. Pero desechó la idea rápidamente y se despidió de López, a
quien ya no volvería a ver.
-Dele
mis saludos al presidente Perón -dijo Brierre.
-¡No
sabe lo contento que se va a poner!
Los
hombres de la bolsa
La perrita
Picha falleció en Ciudad Trujillo, donde Perón debería refugiarse luego de
verse obligado a escapar de Caracas. Perón pidió una pala y en el jardín del
hotel, al pie de un árbol, cavó un pequeño hoyo, depositó el cuerpo de la
perrita, lo cubrió de tierra y la sembró con semillas de flores argentinas que
el periodista Américo Barrios le había llevado desde Buenos Aires.
Ciudad
Trujillo era la capital de República Dominicana, donde el generalísimo prócer
de la patria Rafael Leonidas Trujillo aceptaría asilar a Perón cuando en
Venezuela un golpe de estado acabara con la presidencia de Marcos Pérez
Jiménez.
El
generalísimo prócer de la patria Rafael Leonidas Trujillo era el sangriento
autócrata que gobernaba el país y Ciudad Trujillo el nombre con el que, en
1930, tras una noche de excesos, había rebautizado a Santo Domingo.
La
República Dominicana ocupa los dos tercios orientales de la isla La Española,
descubierta por Cristóbal Colón un 12 de octubre de 1492.
Cristóbal
Colón era un comerciante genovés que al servicio de España se internó en el
Atlántico para llegar a Japón. En el camino se topó con una isla a la que
nombró La Española. Es constantemente recordado y homenajeado por un acto
involuntario que los indios taínos habían llevado a cabo voluntariamente 800
años antes y sin tanta alharaca.
El
tercio occidental de la isla descubierta en el siglo VII por los indios taínos
es ocupado por Haití, donde en esos momentos era derrocado el general Paul
Eugène Magloire y pronto asumiría la presidencia el médico François Duvalier,
quien con el tiempo sería conocido como Papá Doc y tenido como la auténtica
encarnación del Barón Samedi.
El
Barón Samedi es uno de los espíritus intermediarios entre los hombres y Bondye,
el regente del mundo sobrenatural. Pero no es un espíritu cualquiera, sino un
omnisciente espíritu de la muerte y el sexo violento, un obsceno y siniestro
dios del porno duro aficionado a la ingesta excesiva de ron.
Samedi
tiene también el don de la resurrección. Si lo encontramos de buen humor, puede
prolongarnos la vida indefinidamente. En caso contrario, cavará antes de tiempo
nuestras tumbas, donde seremos enterrados vivos o, peor todavía, nos convertirá
en zombies, muertos vivientes eternamente a su servicio.
De
recordarse el carácter sádico del Barón, su afición al sexo y los numerosos
símbolos fálicos de los que se rodea, se advertirá, sin necesidad de ulteriores
comprobaciones, lo dolorosa que puede llegar a ser la existencia de un zombi.
Extrañamente,
el Barón es tenido por ser un juez tan cruel y sádico como sabio, y un gran
mago de comportamiento grosero y libertino que no niega su amor a ninguna mujer
hermosa.
Para
el Barón Samedi, todas las mujeres de la tierra son hermosas.
Para
cumplir sus fines, tiene bajo su control una legión de espíritus. Visten de
negro y usan anteojos oscuros, como el propio Barón, al que ayudan a llevar a
los muertos al mundo terrenal.
Françoise
Duvallier tenía a su servicio una legión de espíritus que lo ayudaban a llevar
a los vivos al mundo de los muertos.
Los
espíritus al servicio de Françoise Duvallier vestían de negro como él y también
llevaban anteojos para el sol. Formalmente llamados Voluntarios de la Seguridad
Nacional, eran conocidos como Tonton Macoutes, literalmente, "los hombres de la
bolsa".
En
los casi 30 años en los que el Barón Samedi y su hijo reinaron en Haití, los
hombres de la bolsa despacharon hacia el mundo de los muertos a más de 150 mil
almas.
Négrerie
Jean-Fernand Brierre,
quien había pasado 9 años en prisión durante sucesivos gobiernos conservadores
a raíz de sus actividades políticas, estuvo a punto de ser una de las almas que
los hombres de la bolsa trasportaban al mundo de los muertos, pero ha de haber
encontrado al Barón de buen humor ya que, tras otros cuatro años de cárcel, fue
expulsado de su país y se refugió en Jamaica.
En
1964 el autor de Black Soul, Dessalinesnous parle, La Source, Le
drapeau de Derain, Chansonssecrètes, In theCitadel-sHeart, Pétion y
Bolívar, Adiós a La Marsellesa, se radicó en Senegal.
La
república de Senegal había proclamado su independencia el 20 de agosto de 1960.
El presidente del flamante país era Léopold Sédar Senghor, un poeta que en 1934,
en París, había creado junto a Aimé Césaire, Léon Gontran Damas y Jean-Fernand Brierre
la revista "L`Etudiantnoir", en la que el grupo desarrollará la idea de la
negritud, introducida por Césaire en su obra Négrerie.
Para
la época en que Jean Brierre se radicaba en Senegal, en el hospital de la
ciudad de Argel otro miembro del grupo y viejo amigo de Brierre y de Césaire,
el médico siquiatra Frantz Fanon,
realizaba importantes estudios sobre los efectos desquiciantes del colonialismo
en las psiquis de los colonizados y colaboraba activamente con el Frente de
Liberación Nacional de Argelia.
El
doctor Brierre no necesitó leer los estudios de su amigo sobre los efectos
desquiciantes del colonialismo: había sido testigo de ellos.
En
Senegal, Brierre fue director de la programación cultural de la Radiodifusión
Nacional, directivo del Departamento de Artes y Letras, y consejero del
Ministerio de Cultura. Entre otras obras, publicó Découvertes, Nouveau
Black Soul, Aux Champspour Occide, Imagesd`argile et d`or, Un NoëlpourGorée,
Sculptures de proue, Un autre monde.
Ya
anciano, regresó a Haití, desde donde, sin ayuda del Barón Samedi, se trasladó
hacia la tierra de los muertos en el transcurso de la noche del 24 al 25 de
diciembre de 1992.
En
mérito a su importante labor cultural, Senegal impuso en 1998 el premio "Jean
Brierre de Poesie", destinado a fomentar las inquietudes de jóvenes escritores
africanos y americanos.
En
la Argentina, el doctor Jean Brierre y su esposa Therese, insultados por
generales, diplomáticos y dirigentes socialistas, son a veces recordados en los
actos de agradecimiento peronistas como
los negros de alma blanca
(¡¡!!) que
salvaron la vida de los siete refugiados en la embajada de Haití.
Mayor
falta de respeto, imposible."
A MODO DE
CONCLUSIÓN (O DE INTRODUCCIÓN, A LA EXCELENTE NOTA DE SALINAS)
Cuando
los hechos relatados por Salinas ocurrían, yo contaba con 9 años y vivía en
Burzaco (Gran Buenos Aires al Sur). Guardo en mi memoria los nombres de los muy
"cultos" y revolucionarios socialistas como Repetto, Alicia Moreau de Justo,
Palacios y Américo Ghioldi, que aplaudían la "democracia" de los fusiladores de
1955 exclamando: ¡se acabó la leche de la clemencia!
También
me acuerdo de Quaranta y del temor con que lo nombraban algunos adultos vecinos
mios, en voz baja y casi santiguándose como si se refirieran al mismo Satanás.
Es que el tipo se encargaba de demostrar con sus procederes que dentro de su
cabezota no había existencia de materia gris y eso sumado a su grado militar lo
hacía doblemente peligroso.
Al
editar el material que usted acaba de leer quise publicar una foto de este
señor ex SIDE, pero no pude conseguir ninguna, pese a haber realizado una
exhaustiva búsqueda de varias horas, tanto en la red web como en libros y
revistas de mi archivo personal. Por ello, si usted cuenta con alguna imagen de
Quaranta (y también del que fuera jefe de la Policía de la Provincia de Buenos
Aires, Desiderio Fernández Suarez lo
invito a enviármelas a
ricardoacebal@hotmail.com
a fin de agregarlas
a esta nota. Muchas gracias, a cuenta de mayor cantidad.
Ricardo Luis Acebal