Hacía unos meses que nos habíamos exiliado en Santiago de Chile, y me agarré una fiebre tifoidea que casi me cruza de barrio. Pasado el peligro, pero obligado al "reposo", tenía dos opciones: o felpeaba por toda la sala una pelota hecha de medias superpuestas -y jodía a medio mundo-, o me apaciguaba mirando el libro que me había regalado un compañero de militancia de mis mayores. Se trataba de un compendio de fotos de niños vietnamitas, pibes de mi edad que, en vez de ir a la escuela y jugar, "iban matando canallas". Por increíble que parezca, y por duro que suene, les envidiaba ese sino al que los obligaba aquella guerra infame. Muchas veces pensé que, de esas imágenes, me embriagaban los fierros. Pero no: me estremecían las miradas irreversibles, soberanas y vibrantes de esos chicos. El libro no sobrevivió al regreso, pero conservo, y ojalá me acompañe siempre, la inefable luz de los niños patriotas.
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